ASESINATO EN EL SALÓN ACRISTALADO
I
Después de apurar de un solo trago el whisky que acababa de servirse, todavía tuvo tiempo de esbozar una sonrisa satisfecha y deleitarse en el sabor a madera y cerezas del licor. Una vez más le creían acorralado y se jactaban ufanos de haber logrado hincarle de rodillas. ¡Cómo se equivocaban!, pudo llegar a pensar en el preciso instante en que la angustia le estalló justo en la boca del estómago. “Ahora no”, masculló entre dientes, al sentir que sus piernas flaqueaban y se le helaban las sienes hasta el dolor; le estremeció un sudor frío y los párpados se le hicieron muy pesados, se contrajeron los brazos y el vaso se precipitó desde sus dedos temblorosos, incapaces ya de sujetarlo. Apenas cuatro minutos más tarde Javier Herráiz yacía boca abajo con la cara aplastada sobre el suelo, las piernas entreabiertas y los brazos extendidos.
Así lo encontró Remedios, su asistenta, cuando a la mañana siguiente, muy temprano, abrió la puerta del apartamento y se dirigió diligente y a pasos cortos y apresurados hacia el salón, fruncido el ceño y refunfuñando, extrañada de encontrar las luces encendidas.
A la impresión de ver a don Javier tirado por los suelos e inconsciente, le sucedió una sensación de temor y desconcierto que no le impidió acercarse y llamarle varias veces por su nombre, por si acaso respondía, y al comprobar que no lo hiciera, abandonar deprisa el salón mientras buscaba nerviosa su teléfono en el bolso.
Una hora más tarde varios agentes custodiaban los accesos impidiendo que nadie entrara o saliera del edificio sin ser previamente autorizado. Incluso a los vecinos se les prohibió por un momento usar las escaleras. En pocos minutos acudió el subinspector Mas a hacerse cargo; en el apartamento, un agente de aspecto desaliñado disparaba sin cesar su cámara fotografiando cada rincón del escenario, y otros dos lo escudriñaban en busca de evidencias que explicaran qué podría haber sucedido.
Todo apuntaba a que la muerte se había producido por causa natural. La casa estaba en perfecto orden, nadie había forzado sus entradas y no se apreciaba ningún signo de violencia; por otro lado, se había podido comprobar que no hacía mucho que el difunto había sufrido un infarto, por lo que, a simple vista, un fatídico ataque fulminante se había llevado a don Javier al otro mundo.
—Esto está claro, no veo necesidad de avisar al juez de guardia —sugirió un joven forense, con ganas de acabar pronto el trabajo—; localice a la familia, entregamos el cuerpo y hemos terminado.
—No sé qué decirle —musitó el inspector Más, mirando dubitativo hacia al cadáver—. Mejor curarme en salud; prefiero pedir instrucciones a mis mandos.
En comisaría recomendaron proponer una autopsia que disipara cualquier género de duda. Al fin y al cabo, la muerte súbita, aunque relativamente frecuente en personas con el corazón tocado, siempre arrojaba una sombra de incertidumbre. Por otra parte, se trataba de un empresario preeminente, un pez gordo con un perfil muy especial, por lo que la prudencia aconsejaba andarse con cuidado.
Al conocer las circunstancias de la muerte el juez autorizó la autopsia, aunque, salvo que se apreciaran signos evidentes de violencia, limitada a la extracción de fluidos y muestras de tejido orgánico para su análisis, tras lo cual el cuerpo debería quedar a disposición de los familiares.
A medio día el jefe de la oficina del forense practicó la autopsia tal y como el juez había autorizado, remitió una parte de las muestras al laboratorio del hospital y quedó a la espera del resultado de los análisis, cuyas primeras conclusiones se obtendrían en apenas unas horas. El resto de las muestras las envió al Instituto Anatómico Forense, donde se practicarían análisis más completos cuyos resultados tardarían en llegar al menos un par de días. Por las condiciones rigor mortis que presentaba el cadáver, estableció y consignó en su informe que la muerte se produjo alrededor de las doce de la noche.
Para la policía el asunto estaba siguiendo el curso del procedimiento habitualmente previsto para un supuesto de muerte sorpresiva y sin presencia de testigos: determinar la causa del fallecimiento, y a continuación, si como ocurría en la mayoría de los casos los indicios apuntaban a una muerte natural, tras una investigación en principio sencilla y rutinaria, evaluar si lo ocurrido era lo que en principio aparentaba, o bien si por cualquier circunstancia que llamara la atención resultaba necesario esclarecerlo.
A media tarde un agente uniformado entró al despacho del comisario y dejó sobre la mesa un sobre de color sepia cerrado, con el membrete de la oficina del forense. Según se especificaba en el anverso, contenía un avance con las primeras conclusiones de la autopsia.
Julián Canovas abrió el sobre y extrajo de su interior un informe de dos folios que se dispuso a leer atentamente.
Apenas dio inicio a la lectura revivió la última vez que coincidió con Herráiz, hacía poco más de un mes, en una encopetada recepción a la que habían sido invitados. Recordó que le invitó a vistar el Club de Campo, y también su aspecto excesivamente pulcro y atildado, tan propio de aquella suerte de vanidad obsesiva que destilaba el personaje. Herráiz lo trató con una amabilidad y cercanía que le parecieron excesivas, como si quisiera cultivar su amistad, o quizá como si presumiera de una relación de confianza que en modo alguno existía; aquel hombre nunca le despertó simpatía, más bien todo lo contrario.
El comisario apartó de la mente aquellos pensamientos y se concentró en la lectura del informe que descansaba sobre el escritorio. En sus primeras líneas se describían las circunstancias en que el cadáver había sido encontrado: “posición decúbito prono con los miembros superiores extendidos, a la altura del tórax el izquierdo y por encima de la cabeza el derecho ...”; extremos sobre los que ya tenía suficiente información, por lo que avanzó directamente hasta los últimos párrafos del informe, donde bajo el apartado de “resultados preliminares”, y con la misma críptica terminología forense, se establecía una conclusión sorprendente: “del análisis de las muestras extraídas del cuerpo del difunto se desprende CON CARÁCTER PRELIMINAR Y A LA ESPERA DE LA CONFIRMACIÓN DE ESTAS CONCLUSIONES MEDIANTE EL RESULTADO DE OTROS ANÁLISIS EN CURSO”, palabras que aparecían convenientemente resaltadas en mayúsculas, “que el finado presenta una alta concentración de oxígeno en sangre, así como de ácido láctico, en ambos casos en niveles compatibles con el desencadenamiento de un proceso de inhibición de la respiración celular, eventualmente inducido mediante la ingesta de alguna sustancia tóxica adecuada para la producción de tales efectos, como pudiera ser cianuro con un alto grado de pureza”. A continuación el informe precisaba que “una vez descartadas, por el examen ocular, otras posibles vías de penetración en el organismo, se puede establecer, igualmente con carácter de CONCLUSIÓN PRELIMINAR, que la muerte se ha producido por una ingesta oral, en dosis letal, de la referida sustancia tóxica”.
Cuando terminó de leer el informe Álvaro arqueó las cejas, se acodó sobre la mesa y dejó descansar la barbilla sobre sus manos entrecruzadas. “Esto va a ser más complicado de lo que parece”, pensaba en ese momento.
El informe del forense se abstenía de avanzar en otras consideraciones distintas a las que científicamente se podían deducir a partir de las pruebas realizadas. Sin embargo, desde el punto de vista policial la investigación sí podía dar un paso más y establecer un importante conclusión, pues descartada, por improbable, la ingestión accidental del veneno, la muerte se había tenido que producir necesariamente a consecuencia de una de las siguientes dos posibles causas: suicidio o asesinato; supuestos, ambos, que no permitían dar el caso por cerrado.
El comisario dejó el informe sobre la mesa, se quitó las gafas y en un gesto que repetía cuando necesitaba concentrarse, se frotó con los dedos la nariz, donde el puente le señalaba dos profundas marcas.
Permaneció dubitativo unos segundos hasta que avanzó una mano y pulsó con resolución el botón de llamada del intercomunicador. Al otro lado contestó la voz atiplada de su secretaria, a la que pidió que localizara al jefe de homicidios y le pidiera subir a su despacho.
Mientras esperaba su llegada, se dispuso a repasar una vez más los informes, por si se le había pasado por alto algún detalle. El reportaje fotográfico recogía una docena de instantáneas tomadas desde diferentes ángulos. Las fue examinando detenidamente una por una. Aparentemente no aportaban nada que llamara la atención: un hombre calzado con unos lustrosos zapatos negros, un pantalón gris y un jersey del mismo color sobre una camisa blanca, yacía en el suelo como el muñeco que un niño hubiera dejado abandonado sobre el suelo. Desde otra perspectiva, en un plano más corto, se podían apreciar los rasgos del rostro: los ojos entreabiertos, ausente ya la luz que da la vida en la mirada; los músculos de la cara levemente contraídos en un gesto que parecía de dolor. Miró y remiró repetidamente las fotografías como interrogándolas, pidiéndoles que le contaran algo de lo que ocurrió un instante antes de que aquel hombre cayera desplomado, cuando todavía sus pies le sujetaban y podía desplazarse por aquella espaciosa estancia acristalada. “¿Qué te pasó, estúpido engreído?”, pensó para sus adentros, escrutando el rostro contraido del difunto, “¿decidiste quitarte de en medio o alguien tomó esa decisión por ti?”. Ensimismado, deslizando la mirada sobre las fotografías dispuestas sobre su mesa, el comisario se preguntaba qué pudo ocurrir poco antes de que Javier Herráiz se llevara a los labios el grueso vaso de cristal en el que tomó su último whisky, el mismo vaso que aparecía apenas a un metro de distancia de su mano, donde había ido a parar tras rodar trazando un semicírculo, dejando un somero reguero de licor que había manchado perceptiblemente la moqueta.
Seguía absorto en sus pensamientos cuando el jefe de homicidios entró sin llamar en el despacho y se sentó al otro lado de la mesa, dispuesto a escuchar lo que el comisario tuviera que contarle.
—¿Querías verme? —dijo el recién llegado por todo saludo.
—Buenos días, Álvaro. Te supongo al corriente de lo que nos hemos encontrado esta mañana.
—Es el tema del día, ya te puedes imaginar —respondió el otro—; ¿alguna novedad?
—Según el avance de la autopsia la muerte se podría haber producido por envenenamiento.
—¿Con qué sustancia?
—Parece que es cianuro.
—¿Suicidio? —preguntó el inspector acompañando una mueca de extrañeza.
—Podría ser según las apariencias, pero hay algo que no encaja —añadió el comisario apretando los labios—; no hemos encontrado ninguna nota, carta o algo parecido, y si lees su última tribuna en el periódico en lo que menos se te ocurre pensar es en alguien que estuviera al borde del suicidio; por otro lado, en el apartamento hemos encontrado un revolver y munición.
—Comprendo —respondió el inspector pensativo. Si le resultaba difícil asumir que alguien que dispusiera de un revolver hubiera preferido suicidarse con cianuro, la ausencia de una nota de suicido, según su experiencia, era un dato crucial para invitarle a sospechar que no lo fuera— ¿Qué piensas entonces?, ¿vas a abrir una investigación por homicidio?
—No quiero precipitarme, vamos a ir poco a poco. De momento céntrate en la hipótesis del suicidio, aunque sin descartar ninguna otra. Vamos a investigar discretamente y a ver qué es lo que nos encontramos; pero ya sabes, sin llamar la atención, como si lleváramos una investigación rutinaria que, por otra parte, de momento es lo único que podemos hacer. No olvides que se trataba de alguien bien relacionado, ándate con ojo pues a la mínima nos podemos ver en entredicho. En cualquier caso haz lo que tengas que hacer y cuenta con mi apoyo; eso sí, mantenme informado.
—De acuerdo jefe —respondió el inspector, asintiendo otra vez al recibir del comisario el expediente.
Una hora más tarde la noticia había corrido como pólvora encendida y en la ciudad no se hablaba de otra cosa. Javier Herráiz, uno de sus ciudadanos más conocidos e influyentes había aparecido muerto en su apartamento, según el rumor más extendido, después de haberse suicidado.
Había quien no se extrañaba de que un desenlace como aquél pudiera haberse producido, pues se sospechaba que la situación económica de Herráiz no era tan lustrosa y boyante como las apariencias daban a entender, sino que más bien atravesaba un periodo crítico y delicado. Siendo un hombre vehemente e impulsivo había asumido en los negocios riesgos en exceso y no siempre con acierto, y no eran pocos los acreedores que constantemente le acosaban y a los que debía andar sorteando y pidiendo aplazamientos. Se decía que el mismo lujoso apartamento sobre cuya mullida moqueta había aparecido muerto aquella luminosa mañana, se encontraba embargado por el banco, mientras que sus frecuentes retrasos en el pago a los empleados, alimentaban no solo la hostilidad de los sindicatos, sino también la comidilla que soto voce se rumoreaba en algunos círculos de la ciudad, que presagiaban, cuando no anhelaban fervorosamente, que cualquier día Javier Herráiz no tendría más remedio que vender su grupo editorial o echar el cierre.
Por otro lado, era del dominio público que su vida sentimental y familiar tampoco atravesaba precisamente un buen momento, pues se encontraba separado y en trámites de un divorcio en el que su esposa estaba haciendo valer sus numerosas infidelidades durante todo el tiempo que había durado el matrimonio, a la vez que le reclamaba la devolución de la fortuna familiar que ella había aportado, y que, según sus abogados, su marido había dilapidado en absurdos negocios y ruinosas aventuras financieras, amén de por su desmedida afición a los lujos más costosos y extravagantes.
Sin embargo, para muchos de los que conocían de cerca al personaje la versión del suicidio resultaba muy extraña, pues Javier Herráiz no encarnaba precisamente las tendencias depresivas que por lo general presentan los suicidas, ni quienes lo frecuentaban habían podido percibir que últimamente se mostrara atormentado o compungido en modo alguno. Todo lo contrario, en sus últimas apariciones y entre su círculo de conocidos habituales, había mostrado el estado de satisfacción y contento no disimulado que normalmente le acompañaba, nada extraño, por lo demás, en una persona de natural extrovertida, a la que si algo caracterizaba no era precisamente un espíritu compungido o apocado que se pudiera ver superado por las circunstancias, sino todo lo contrario, un talante más bien en exceso vehemente y confiado, seguro de sí mismo y rayano en lo engreído.
Además, siendo, en mayor o menor medida, ciertos y conocidos los problemas que estaba atravesando, no se alcanzaba a comprender que Javier Herráiz se hubiera suicidado por razones de este tipo, pues no era precisamente alguien a quien las dificultades pudieran arredrarlo y mucho menos derrumbarlo hasta tal punto. Herráiz, pensaba mucha gente en Isabela, era uno de esos individuos que se ponen el mundo por montera y al final, de un modo u otro, con suerte o astucia, o una combinación de ambas cosas y muy pocos escrúpulos, logran a la postre salir adelante, incluso en ocasiones paradójicamente reforzados. La delicada situación económica, de la que era cierto que él a veces se quejaba, obedecería, en todo caso, a una mera coyuntura derivada de alguna inversión que más pronto que tarde estaría amortizada y reportando beneficios. Se podría decir, en todo caso, que Javier Herráiz atravesaba un momento apurado, pero en modo alguno que estuviera definitivamente arruinado. La matriz de su grupo de empresas era el diario con mayor tirada en la ciudad, y generaba abultados y regulares ingresos que le proporcionaban la publicidad y el trato privilegiado que recibía del gobierno.
Se decía también que, en cuanto a los consabidos problemas matrimoniales, que tantos sabrosos chismes alimentaban entre amigos y enemigos, Javier Herráiz los tenía más que asumidos y no sufría lo más mínimo por ellos, pues haciendo honor a la verdad, cuando le abandonó su esposa la relación del matrimonio llevaba ya bastante tiempo rota, por lo que la separación no había supuesto más que la oficialización y el reconocimiento público de un fracaso que en el ámbito privado hacía ya mucho tiempo que se había producido. En cierto modo, la separación la había vivido Herráiz, más que con desasosiego, tristeza o amargura que le hubieran llevado a deprimirse, como la liberación de una pesada carga de simulación que ya le resultaba insoportable. Según aseguraban muchos de sus conocidos, la ruptura matrimonial incluso le había rejuvenecido, y por más que el inexorable avance de la edad comenzara a pasar su factura, y su reciente infarto le hubiera obligado a moderarse, todavía no encontraba ninguna dificultad en engatusar a chicas jóvenes a las que deslumbraba con su aureola de hombre con clase y prestigio.
Por lo demás, el pleito matrimonial tampoco andaba mal encaminado, según sus abogados, pues de los dispendios en la economía familiar en realidad ambos cónyuges se repartían casi por igual las culpas, ya que también doña Lidia había incurrido en un desenfrenado gusto por los lujos excesivos, y en cuanto a las infidelidades, podría decirse, según afirmaban algunos, que en los últimos tiempos tampoco ella se había privado de protagonizar escandalosas aventuras; devaneos que si Javier Herráiz no esgrimía en su defensa, era más por preservar su propia honra, según él la concebía, que por la dificultad de probarlas si llegado el caso resultaba necesario.
Así las cosas, la noticia del suicidio se recibió en la ciudad con división de opiniones, considerándose posible o improbable casi a partes iguales, aunque ciertamente que en cualquiera de los casos sorpresiva.