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Cuando todo está perdido

Cuando todo está perdido

12-06-2014

Juvenil/Infantil novela

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Julia es una estudiante francesa que se traslada a Vigo para cuidar de su abuela. Su vida es de lo más normal, pero eso cambia cuando una extraña aparición la lleva hasta una nota escrita por una chica fallecida sesenta años atrás. Junto a Fabian, un carismático joven del barrio, investigará un misterio tras el que podría ocultarse un oscuro secreto familiar.

ENTREVISTAS:

"Uno de mis objetivos al escribir es que sea todo muy visual"

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

CAPÍTULO 1

 

—Un curso. Aguanta un curso —dije a mi imagen en el espejo. Me quedé mirándola, como si ésta fuera a responder lo que quería oír. “No mujer, no tienes por qué pasarlo mal. Vuelve a casa y todo arreglado”. Pero, en vez de eso, quien habló fue mi conciencia. “Ya te has metido en esto, ahora te fastidias”.

Me hice una coleta, intentando recoger los mechones rebeldes que se me rizaban sobre las orejas. Respiré hondo dos o tres veces y miré el reloj. Estupendo, iba a llegar tarde en mi primer día de clase. Bajé la estrecha escalera con cuidado. La barandilla había visto tiempos mejores y no quería empezar el curso con un miembro roto. Cogí la llave de repuesto y abrí la puerta.

—¡Julia! ¿Cuándo vas a volver? ¿Sabes? —preguntó mi abuela, apareciendo en el recibidor.

—No lo tengo claro. Por si acaso, no hagas comida para mí.

Mi abuela se marchó mascullando algo, sin despedirse. Quería pensar que ella era así, y no que yo le molestara. En maldito momento me pareció buena idea dejar mi Francia natal y mudarme a Vigo a terminar la carrera. Se había quedado viuda hacía un año, y a mi padre le preocupaba que se quedara sola. Yo ya llevaba dos años viviendo en Perpignan, estudiando filología hispánica. Me ofrecí a trasladarme, pensando en lo bien que me vendría para mi futuro currículum. Dominaba el idioma perfectamente, puesto que lo había hablado toda la vida con mi padre, pero me daría mucho más prestigio haber estudiado en el propio país de origen. Y al llegar y ver el panorama se me cayó el mundo a los pies. Estaba acostumbrada a la soleada Narbona, donde crecí, y a la residencia luminosa y llena de vida de Perpignan. La casa de mi abuela era una choza lúgubre y ruinosa que se mantenía en pie por puro milagro.

Perdí el autobús por los pelos y, como suele pasar, el siguiente tardó una eternidad en venir. Llegué tarde, me confundí de aula, me di cuenta de que había cometido un error en la matrícula y algunas clases eran a la misma hora, y me senté a estudiar el calendario a ver cómo podía arreglarlo en un banco recién pintado. Todo lo que podía torcerse aquel día, lo había hecho. Estaba mentalmente agotada cuando cogí el autobús de vuelta.

Aún faltaban unas cuantas paradas para la mía cuando el conductor anunció que el trayecto terminaba allí. No me enteré del motivo, pero no tenía más paciencia. Bajé y saqué el móvil para usar la aplicación de la compañía de autobuses de Vigo. Empecé a andar, maldiciendo la aplicación que jamás te decía los horarios correctos. Ni las paradas. Ni las líneas que pasaban por éstas. De hecho, no entendía por qué continuaba usándola. Guardé el móvil con un bufido y, tras media hora de pie bajo la lluvia en una parada sin marquesina y sin que apareciera ningún autobús, decidí que conocía la ciudad lo suficiente como para arriesgarme. El día había sido tan horrible y tenía tantas ganas de llegar a casa que estaba dispuesta a coger atajos. Y eso hice. Lógicamente, me perdí.

Quise alcanzar la calle Camelias, la paralela, que era una avenida grande que desembocaba en el ayuntamiento. Desde ahí estaba a unos metros de casa, pero para ello tenía que conseguir encontrar por donde acceder a ella. En esa zona había un gran desnivel hacia la ría y no siempre podías contar con pasar de una calle a otra sin tener que dar rodeos. Solía haber escalinatas cruzadas y apiñadas entre los altos edificios,  semi cubiertas de vegetación y de grafitis. Cuando era pequeña y pasábamos en coche junto a ellas, recuerdo que me daban miedo porque imaginaba cualquier cosa escondida allí en la oscuridad. Pero en aquel momento ni se me pasaba por la cabeza nada peor que el día que había tenido. Solo deseaba encontrar una de una maldita vez.

Me metí por una callejuela que no tenía ni acera. Hacía las funciones un paso de peatones minúsculo en un lateral.

Al llegar a una parte particularmente estrecha entre un edificio y un muro de piedra, me topé de frente con un coche familiar gigantesco que quería pasar. Tuve que pegarme lo más posible a la fría piedra, mojándome la ropa de paso, para que el vehículo pasara. La mujer que iba al volante conducía extremadamente lenta. Cosa comprensible en otras condiciones, pero que a mí me estaba exasperando por momentos. En el muro había un hueco, el dintel de una vieja puerta de madera. Entré en él para evitar que me atropellara, ya que la conductora no era muy hábil. Lo que no vi fue un pequeño escalón que me hizo perder el pie. Caí hacia atrás y choqué de espaldas contra la puerta, cuya madera era vieja y debía estar podrida. Cedió y me vi en el suelo en medio de un charco de barro. Me quedé aturdida por un momento, antes de incorporarme y soltar una maldición a voz en grito. Inmediatamente miré alrededor y vi al fondo, al otro lado de un descuidado patio, el esqueleto de una antigua casa en ruinas a medio devorar por una autentica selva de arbustos y malas hierbas. No quise ver más. Las casas abandonadas me daban aún más miedo que las escaleras escondidas. Reparé en que alguien había abierto agujeros en algunas de sus puertas y ventanas tapiadas. Con rapidez, deseando que no hubiera ninguna colonia de drogadictos o maleantes por allí que me hubieran oído y decidieran investigar.

Cuando me disponía a salir, un brillo metálico junto al suelo llamó mi atención. Estuve a punto de ignorarlo, pensando que sería alguna jeringuilla o algo así. Pero, sin saber por qué, me detuve; parecía una clase de joya. Metí la mano en el barro para extraerlo. Era uno de esos medallones antiguos con un relieve en el centro. Tenía un nombre, aunque lo no recordaba. Lo observé detenidamente. Tenía tallado el busto de una chica joven y muy guapa, con el pelo recogido y mirada perdida. Era una preciosidad. “Muy vintage”, pensé. Lo guardé en el bolsillo de los vaqueros y salí de allí a toda velocidad.

Apuré el paso, y al fin conseguí llegar a la calle que buscaba. Continué todo recto hasta que avisté el desproporcionado ayuntamiento. Los funcionarios que trabajaban allí debían de gozar de unas vistas fabulosas sobre la ría, pero los escasos turistas que suben al monte del Castro no. En medio de la imponente panorámica se alzaba esa aberración. Lamentablemente no era la única.

Todo Vigo me parecía urbanísticamente demencial. Barrios completamente abandonados, pequeños reductos de la antigua ciudad, compartían espacio con monstruos de hormigón que hacían daño a la vista. La casa de mi abuela era un ejemplo del primer caso. Por fin llegué a la calle Santiago, donde estaba ubicada, y bajé por ella viendo desaparecer la silueta del ayuntamiento y aparecer al otro lado la de la panificadora. Otro esqueleto del pasado industrial de la ciudad, ahora en ruinas y olvidado.

Mientras buscaba el llavero sentí que alguien me observaba y volví la vista, pero no había nadie. Donde doblaba la calle, me pareció ver una sombra que se escabullía rápidamente. Me concentré en la mochila, intentando encontrar la llave en su interior. Otra vez tuve la molesta sensación de que alguien me vigilaba. Por el rabillo del ojo vi movimiento; alguien se acercaba. “Solo falta que ahora me atraquen” pensé. Quizá fuera un drogadicto de los muchísimos que había en el centro y tuviera cosas más interesantes que hacer. Alcé la mirada de nuevo y solo vi oscuridad. Por si acaso, retomé la búsqueda frenéticamente y sin ningún disimulo. Cuando encontré la llave y la introduje en la cerradura, creí distinguir a un desconocido a pocos metros. Me daba igual quedar como una tonta y que fuera alguien inofensivo que pasaba por allí. Estaba oscuro y no había testigos, y había visto suficientes películas como para no arriesgarme. Entré y cerré de un portazo, cosa que alarmó a mi abuela.

—¿Qué pasó? —preguntó sorprendida.

—Nada, tengo las manos mojadas y se me ha resbalado la puerta.

—Bueno, te he dejado cena.

—¡Voy a cambiarme y bajo enseguida! —grité, ya desde la escalera. Cuando llegué al cuartucho frío y húmedo que hacía las veces de mi habitación, me asomé a la ventana que daba a la parte delantera de la casa. Para mi sorpresa y terror, había alguien en la puerta. No podía verle la cara, apenas podía distinguir su contorno. Era ya de noche y las nubes tapaban la luna, por lo que la oscuridad fuera era casi completa salvo por el resplandor de la propia contaminación lumínica de la ciudad. Me pareció que el desconocido miraba directamente al punto en el que estaba yo, pese a que no había encendido la luz para quedar oculta. Cerré la persiana y me aparté de la ventana. No sabía qué hacer, ¿debería llamar a la policía? Por lo pronto decidí tranquilizarme, ponerme un chándal y bajar a cenar. Respiré aliviada al ver que las persianas del comedor también estaban bajadas.

Mi abuela ya había cenado y había dejado un plato de sopa de ajo en la mesa, sobre una servilleta de tela a modo de mantel.

—Bueno, pues yo marcho a cama —anunció—. Buenas noches.

—Hasta mañana, y gracias por la cena.

Como era de esperar, no recibí respuesta. Me senté con un crujido alarmante de la vieja silla y encendí el televisor. Era pequeño y probablemente tuviera mi edad o más. Los colores se veían saturados y la imagen se empequeñecía aún más por el formato panorámico en una pantalla cuadrada.

“Algo es algo”, pensé mientras ponía las noticias. El olor de la sopa tenía el poder de hacer olvidar el día horrible que había tenido. Estaba buenísima. Al irme a la cama, ya no estaba de mal humor.

A la mañana siguiente, cuando abrí la persiana, volvió a mi cabeza la imagen del hombre que había estado acechado. Ya no estaba ahí, y a la luz del día costaba creer incluso que hubiera sido real.

 

Esa semana transcurrió con normalidad. Conseguí arreglar la equivocación con la matrícula, e incluso conversé con algunos de mis nuevos compañeros. Chicas, en su inmensa mayoría. No fue hasta el fin de semana, cuando mi abuela me pidió que bajara la ropa que tuviera para lavar, que reparé en los vaqueros manchados de pintura que llevaba el primer día de clase.

—¡Mierda! —exclamé. Dudaba seriamente que tuvieran arreglo. Y más después de llevar días hechos un ovillo al pie de la cama. Me disponía a meterlos en una bolsa, valorando si intentar salvarlos en una tintorería, cuando noté algo duro. Metí la mano en el bolsillo y saqué el objeto que había recogido aquel día en la casa abandonada. “Camafeo”, recordé que se llamaba. No había vuelto a pensar en él. Lo guardé en un joyero que había comprado en un bazar para guardar las pocas alhajas que había traído conmigo. Buscaría un anticuario para tasarlo.

Bajé y me empeñé en hacer yo la colada. No había ido allí con la excusa de cuidar a mi abuela para tenerla luego de sirvienta. Después salí a hacer recados dando un paseo, aprovechando que hacía una temperatura muy agradable. Bajé hasta el Mercado de La Piedra y tomé el puente que llevaba al centro comercial; un inmenso bloque de color negro que rompía por completo con la estética del casco viejo y bloqueaba a los vecinos las vistas a la ría para cedérselas a los que se apuntaran al gimnasio de su última planta. Quería comprar unos cuantos componentes para intentar llevar el siglo XXI a casa de mi abuela. No había puesto objeciones a que tuviéramos acceso a Internet, siempre y cuando lo pagara yo y ella no tuviera que hacer nada.

 

La tarde transcurrió entre cables, folletos de instrucciones y muchas llamadas al servicio de atención al cliente de la compañía de teléfonos. Cuando me di cuenta eran ya las nueve y tenía que arreglarme. Había quedado con las de la universidad para ir al concierto del grupo de una de ellas. No me apetecía especialmente, pero estaba en un sitio nuevo donde podía empezar de cero y no quería cometer los mismos errores. Debía hacer un esfuerzo por socializar más. Tampoco es que fuera una ermitaña; tenía muchos conocidos e incluso algunos a los que podría llamar amigos. Lo que no tenía era amigos íntimos. No era la persona más divertida del mundo, así que nadie buscaba mi compañía para pasarlo bien. Solían hacerlo para contarme sus problemas porque tenía fama de saber escuchar. De hecho, la gente parecía sentir esa necesidad. Sin embargo, cuando pasaba el drama, ya no se acordaban de mí. La realidad era que no sabía qué decir y esas situaciones me incomodaban. Pero no aquí; en Vigo quería intentar ser un poco más la persona que quería ser y no ceñirme al papel que los demás me habían adjudicado. El primer paso sería no negarme a asistir a eventos sociales para quedarme en casa leyendo.

No recordaba el nombre del local, pero sí que estaba en la calle Rogelio Abalde. Como aún no había conseguido dejarlo todo bien conectado en casa, miré un mapa por Internet en el móvil con una lentitud desquiciante. Vi que era una calle pequeñita, así que no sería difícil encontrar la sala. Tomé indicaciones mentales para llegar, pero no calaron muy hondo. Al llegar a la Puerta del Sol, ya no sabía en qué dirección ir. Volví a sacar el móvil aunque, después de diez minutos esperando a que cargara la página, decidí que acabaría antes preguntando a alguien. Volví la vista a la derecha, dónde la grotesca escultura del Sireno me clavaba sus ojos vacíos. Me pregunté por enésima vez en qué estaría pensando el tipo que autorizara a poner eso ahí. Aparté la vista y miré alrededor en busca de alguien a quien preguntar, pero un chico ya me había visto perdida y se acercó primero.

—¿Necesitas ayuda? —Era bastante mono, de pelo castaño claro y no mucho más alto que yo. Me llamaron la atención sus ojos, de un color gris azulado que, pese a todo, era cálido. Me miraba sonriente, con las manos en los bolsillos de una cazadora vaquera de segunda o tercera mano.

—Pues sí, si me puedes decir dónde queda la calle Rogelio Abalde, te lo agradecería mucho —contesté.

—Claro que sí, ve por Príncipe, —señaló una avenida peatonal que salía de allí mismo— y cuando llegues al final cruza la calle y baja por la primera a la izquierda. Es la primera que corta.

—Muchas gracias —contesté, intentando retener toda la información. Di la vuelta, dispuesta a continuar mi camino, cuando me detuvo otra vez.

— De dónde eres? —preguntó.

—De Narbona.

—Ah, ¿y eso dónde está?

—Francia —contesté mientras empezaba a caminar, viendo que el chico tenía ganas de hablar—. Muchas gracias por tu ayuda, adiós —me despedí antes de que tuviera tiempo de decir nada más.

Estaba un poco más lejos de lo que me había parecido en el mapa, pero en quince minutos ya había localizado la calle sin más problemas. Me sorprendió ver que había al menos tres o cuatro salas en una calle tan pequeña. Por suerte, algunas de las chicas de clase estaban fumando en la puerta de una de ellas.

 

El concierto fue divertido. El grupo era de versiones de canciones clásicas de pop y rock y las conocía casi todas. Mi compañera era la cantante y tenía una voz que al menos no dañaba los oídos, aunque estaba claro que no sería profesional. La felicité cuando bajó a saludarnos al acabar. El resto querían ir a bailar y me invitaron a acompañarlas, pero no me apetecía. Ya había hecho suficiente vida social para ser la primera semana. Además, no estaba muy acostumbrada a beber y había llegado al límite que mi cuerpo y mi mente podían permitirse. Tenía ya demasiada risa floja y un grado de desinhibición peligroso. Prometiéndoles que iría la próxima vez y que era capaz de andar, me dejaron marchar e inicié la vuelta a casa. Al pasar por la Puerta del Sol volví a ver sentado en un banco al mismo chico que me había indicado el camino.  “¿No tiene casa?” pensé. Habían pasado al menos tres horas. Al momento me arrepentí de haber tenido un pensamiento tan desagradable. Quizá era verdad que no tenía casa; en los últimos tiempos había habido mucha problemática con los desahucios. O quizá era un psicópata que me vigilaba.

El alcohol me hacía conjeturar demasiado. Me saludó efusivamente y yo le devolví el saludo con un gesto de la cabeza, sin detenerme. Por fin llegué a mi calle y pensé que entraba en otro mundo. Uno de hacía cien años, por lo menos. Escuché un ruido a mi espalda y volví la cabeza. El hombre que me había aterrorizado a principios de semana volvía a estar allí. La claridad de pensamiento se impuso a las copas y supe que esta vez no me daría tiempo a llegar a casa, pero aun así eché a correr. El desconocido me seguía, podía sentirlo. Desafortunadamente llevaba tacones y pronto caí de bruces contra el suelo. El hombre se detuvo delante y me di cuenta de que no era un ser humano. No podía verle la cara porque no había; era una especie de sombra.

—¡Eh! ¡Déjala en paz! —gritó una voz tras él.

Era el mismo chico, que parecía estar en todas partes. La sombra voló hacia él a gran velocidad. El muchacho sólo tuvo tiempo de levantar los brazos para protegerse antes de que lo atravesara. Al hacerlo, la sombra empezó a dar vueltas a su alrededor. Me miró durante un segundo con la misma cara desencajada que suponía que debía tener yo. Entonces, lo que fuera aquello volvió a dirigirse hacia mí y chillé mientras volvía a tumbarme en el suelo, cubriéndome la cabeza con las manos. Sin embargo, pasó de largo. El chico echó a correr tras ella, calle arriba, gritando un rápido “¿estás bien?” al pasar a mi lado. Me levanté tan rápido como pude y corrí tras ellos. Lo alcancé ya en las escaleras que daban acceso a la Plaza del Rey, delante del ayuntamiento. Estaba de pie mirando a la sombra, que se había detenido a unos metros.

—Al principio creí que era una persona —dijo, fascinado.

—A mí también.

—¿Qué crees que será?

—Algo que estoy segura de que no quiero averiguar.

—Creo que quiere que la sigamos, mira. —Dio un paso al frente y la sombra se alejó un poco. Volvió a repetirlo una vez más antes de volverse hacia mí—. Parece que nos esté esperando.

—Pues que espere sentado —repliqué. Di la vuelta, con intención de volver a casa y hacer ver que no había ocurrido nada de aquella locura.

—Como quieras. —Escuché la voz del chico a mi espalda—. Yo voy a ver a dónde me lleva.

Me giré otra vez, viendo como ambos se alejaban. Finalmente me pudo la curiosidad por aquel fenómeno tan extraño y los seguí. Al principio lo hice a unos metros, hasta que el chico se detuvo.

—Puedes caminar conmigo, no voy a hacerte nada.

Me acerqué, un poco avergonzada. Caminábamos despacio y en silencio, siguiendo a esa misteriosa sombra. No había nadie más por la calle. De vez en cuando pasaba algún coche pero, en plena noche, sólo éramos dos jóvenes que volvían de fiesta caminando; uno de ellos, trastabillando de vez en cuando.

Reconocí el camino justo cuando aquella cosa se detuvo. Ahogué un grito y el chico me miró.

—¿Conoces este sitio?

—Sí —repuse sin más.

La sombra entró por la misma puerta por la caí casi una semana antes. Estábamos en aquella casa abandonada.

El muchacho entró pero, por segunda vez esa noche, yo me quedé rezagada, dudando. Finalmente decidí entrar también. Sin duda intervino en esa decisión una curiosidad malsana y lo que quedara de las copas que había bebido durante el concierto. Tenía claro que, de otro modo, jamás lo habría hecho.

Seguí al chico con cuidado, ya que no llevaba el mejor atuendo para colarme en casas en ruinas. Iba con un vestido rojo corto y fino, una chaqueta de cuero negro tan favorecedora como incómoda para maniobrar, tacones altos y el pelo suelto y alisado con plancha que me caía sobre la cara. Tuve que sortear hierbajos, y me doblé el tobillo un par de veces antes de llegar hasta mi acompañante. Seguí la dirección de su mirada. La sombra giraba sobre si misma a gran velocidad, flotando sobre un área junto a la fachada de la casa. Había luna llena y proyectaba mucha luz, aun en ese escondido y estrecho rincón entre los altos edificios. Miré de reojo hacia las ventanas de la casa, temiendo que hubiera ojos no deseados que nos observaran desde ellas.

—¿Tú entiendes algo? —preguntó, sin apartar la vista del extraño fenómeno.

—No.

Repentinamente, la sombra pasó del negro más absoluto a una luz cegadora que nos obligó a taparnos los ojos. Cuando volví a mirar, sentí una opresión en el pecho, una angustia que no sabía de donde procedía. Repentinamente, la luz descendió hasta el suelo y se filtró por algún lugar de la fachada.

Durante unos segundos no nos movimos.

—¿Desde cuándo te siguen fantasmas? —inquirió con toda naturalidad.

—Eso no es un fantasma —repliqué, con una voz que no me sonaba a la mía—. Pero vi algo parecido el lunes.

—Tú también la has oído, ¿verdad?

—¿El qué?

—Ha pedido ayuda.

—Yo no he escuchado nada —dije.

Se acercó al lugar dónde había desaparecido la luz y se agachó. Yo continuaba en el mismo sitio, paralizada por el terror. Pasó la mano por el suelo, apartando la maleza, y se tensó bruscamente.

—Mira esto —señaló.

Me acerqué despacio y vi un brillo metálico.

—¿Qué es?

—Una ventana. Debe dar a una especie de sótano. Creo que el fantasma quiere enseñarnos algo —comentó con un burlón tono de misterio.

—¡Que los fantasmas no existen! —exclamé.

—¿Y qué sugieres que es esto?

—¡Yo que sé! Un fuego fatuo, una broma de mal gusto, o que es muy tarde y necesito dormir porque la cabeza me juega malas pasadas.

Me miró de arriba abajo, serio.

—De todas formas, no vas vestida para la ocasión. Y quizá necesite herramientas. Esto debe llevar décadas cerrado ¿Nos vemos aquí mañana?

Me quedé aturdida por un momento ante ese sinsentido.

—¡Por supuesto que no! —contesté con un chillido agudo.

—Shhhhhhhhhhhh, baja la voz —advirtió, poniéndo un dedo sobre mis labios con suavidad—. Pero nos ha pedido ayuda.

—¡No, no lo ha hecho! ¡Porque no era nada! —repliqué, consciente de que el volumen de mi voz subía por momentos.

—Está claro que no es algo natural. Hemos de investigar; en las películas lo hacen constantemente.

—¡Esto no es una película!

—No, es real, y eso lo hace más divertido —dijo, satisfecho. Lo miré como si tuviera delante una serpiente de cascabel con sombrero mexicano pidiéndome asistir a un baile con ella.

—Estás loco —sentencié. Me di la vuelta con la intención de marcharme dignamente, pero uno de los tacones se hundió en el barro y, por segunda vez en menos de una hora, me fui directa al suelo. El chico me ayudó a levantarme, intentando aguantar la risa.

—Bueno, pues si tú no quieres, lo haré yo.

—Allá tú —contesté, encogiéndome de hombros. Y entonces, un sentimiento absurdo e irracional de posesión se apoderó de mí—. Pero es MÍ fantasma. Me seguía a MÍ —afirmé, antes de darme cuenta de la tontería que acababa de decir.

—¿Lo hubieras seguido si no llego a estar yo?

—¡Claro que no!

—¿Lo ves? Nos quiere a los dos en su equipo. ¡Decidido! Nos vemos aquí mañana.

Lo miré fijamente, en busca de cualquier cosa que objetar.

—Ni siquiera te conozco.

—Me llamo Fabián, tengo veintitrés años y ni estudio ni trabajo formalmente —dijo, con una sonrisa—. Además, soy capricornio. ¿Viste? ¡Ya somos íntimos!

La voz interior de la Julia racional habitual se asombró al escucharme reír ante su descaro, pero la que se había tomado varias copas no podía encontrar más argumentos por esa noche y se calló.

—Me lo pensaré —prometí—. De momento, voy a dormir.

—Pues te acompaño a casa, por si te asaltan más fantasmas.

—Y dale.

Se limpió las manos en la parte de atrás de sus pantalones y echó a andar a mi lado.

—Por cierto, chica de la Sorbona. Tú no me has dicho tu nombre.

—Narbona —corregí—. Y me llamo Julia.

—Muy bonito.

Me quité los zapatos porque lo que quedaba de mi ego no soportaría caerse una tercera vez y todavía quedaba una pequeña caminata hasta casa, pero ir descalza hacía que tuviera más frío. Aquello no era el Mediterráneo. Debía tomar nota para llevar unas deportivas en el bolso la próxima vez. Fabián se dio cuenta de que estaba temblando.

—Vas un poco fresca —dijo, mirándome descaradamente las piernas. Le lancé una mirada asesina que él ignoró. Se plantó delante de mí dándome la espalda. — Vamos, sube.

—¿Cómo? —No entendía lo que quería decir.

—A caballito. Te llevo.

—Anda ya. —Lo rodeé y continué andando. Él me levantó por los aires y me llevó en brazos mientras yo pataleaba. Entonces pensé “qué demonios, no tienes ningunas ganas de andar descalza hasta casa; aprovecha”.

—Vale, si me vas a llevar igualmente, mejor a la espalda. Bájame.

La luna brillaba detrás de la vieja panificadora cuando entramos en mi calle, recortando su silueta contra el cielo. Sopló una brisa gélida que me hizo encoger.

—¿Voy más deprisa?

—No, no te preocupes. Ya casi estamos.

Le indiqué dónde era y me dejó frente a la puerta de mi casa.

—Entonces, ¿nos vemos mañana? —preguntó, esperanzado.

—De acuerdo —cedí—. Iremos a ver qué hay, pero no mañana. Tengo cosas que hacer. Mejor el lunes.

—Bien. ¿De día, como la gente honrada, o con nocturnidad y alevosía?

—¿Te parece bien sobre las siete de la tarde?

—Por supuesto, ¡tenemos una cita!

—Nada de eso —repliqué y cerré la puerta. Debía reconocer que aquel asunto era menos terrorífico en compañía. No pude evitar sonreír de camino a mi habitación. 


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