CAPITULO I
Génesis
La historia del mundo, de la vida y del universo, ha sido siempre una materia favorita de vosotros los primates de elevada sapiencia. Casi desde que dejáis esas graciosas prendas que llamáis pañales, vamos, desde que tenéis uso de razón o como lo llaméis, los humanos os preguntáis, ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Quién creó el universo, las estrellas, la vida, el ser, los perritos calientes, las patatas fritas del McDonald? Disculpad, pero es que con la edad no puedo evitar dispersarme… ¡he conocido mucho!
En esta historia no encontraréis las respuestas a todas las preguntas, simplemente, porque yo no las tengo y a mi ya avanzada edad dudo mucho que algún día las tendré. Solo anhelo contaros mi propia experiencia en el universo actual a través de siglos y siglos de transformaciones y revoluciones; construcción y destrucción; vida y muerte. Gracias a una innata habilidad mía para colocarme siempre hacia el exterior de mis múltiples hogares, he tenido la suerte de ser testigo de muchos de los sucesos más importantes de la historia universal y, mejor aún, he compartido momentos inolvidables con algunos de los personajes que más han influenciado el devenir de la humanidad que quiero compartir con vosotros. Espero perdonéis que mi alegoría tenga también algunas lagunas ya que, en algunos periodos, me encontraba atrapado en lo más profundo de la corteza terrestre y no pude ser testigo de todos los grandes acontecimientos o de la vida de todas las civilizaciones. Mi relato se basa mayoritariamente en lo que vi, pero hay otras cosas que me fueron contadas por los innumerables compañeros, amigos y parientes que encontré en mi vida o que aprendí de los libros que algún humano puso a mi disposición. Mi camino está rodeado de ilusiones y decepciones, alegrías y tristezas, miedos y sueños y no os dejará indiferentes. Os invito a que repitáis conmigo este largo viaje que me ha llevado desde los confines olvidados del universo a este gran planeta azul que llamáis Tierra.
Vi la luz hace unos seis mil millones de años, poco antes de que la estrella en la que nací se convirtiese en una gran supernova en el sector central del universo, explotando con una fuerza lo suficientemente grande como para crear muchos de los actuales elementos que hoy forman todo lo que os rodea y que no habían nacido aún. Y lo de ver la luz no lo digo solo como un viejo cliché y, verdaderamente, mi nacimiento, o al menos así lo denomino, fue ciertamente un evento de gran luminosidad, el fenómeno más brillante que se pueda observar en el universo. Desde entonces, he pasado eones dando tumbos y siendo testigo de pequeños y grandes cambios en buena parte del universo y esa experiencia es la base de este relato, y no puedo dejar de mencionar la importancia que mi nacimiento tuvo, estimados lectores, porque, aunque suene presuntuoso, la vida no podría existir sin la ayuda de los de mi especie y similares.
Cuando la gran estrella ya no pudo aguantar la presión y explotó, trillones o más de nosotros, átomos de carbono y otros tantos de mis parientes lejanos y cercanos, salimos despedidos del inmenso vientre materno a velocidades de vértigo. Muchos de nosotros íbamos unidos fuertemente por lo que creo que llamáis lazos familiares. Mi grupo incluía unos 27 billones de trillones de nuevas vidas reunidas en un pequeño trozo de materia que en la tierra podría ser no más que un grumo del tamaño de una montaña terrestre. En el viaje, sin embargo, la constitución de mi morada y de mi entorno familiar varió incontables veces, desde el tamaño de una partícula de polvo hasta enormes rocas que yo llegué a considerar mansiones como las que millones de años después conocí en mi planeta adoptivo.
Más importante es lo que ha sucedido después.
Lo más memorable de nuestra desbandada fue la sensación causada por la velocidad a la que viajábamos. Todo pasaba tan rápido que era casi imposible fijar la vista en un objeto por más de una fracción de segundo. Volábamos aproximadamente a la misma velocidad que el resto de materia cercana a nosotros, tanta que parecía que no se movía nada. Nunca he llegado a saber la cifra exacta, pero parecía acercarse a la velocidad de la luz. Rápidamente nos alejamos del epicentro y comenzamos nuestra aventura.
Con mi poca capacidad de raciocinio me es imposible describir en términos científicos estos hechos, pero tengo la certidumbre de que algún día alguien o algo podrá entender lo que sucedió y, más importante, el por qué sucedió. Yo ya me di por vencido. Lo que sí puedo describir es la extraña pero agradable sensación causada por el bello paisaje que nos rodeaba. En un fondo negro profundo se desplegaba un espectáculo como el de los fuegos artificiales terrestres. Chispas, espirales, centellas todas buscando un nuevo hogar en el que depositar su energía. También nos hacía compañía un hueco silencio, como cuando la nieve cae en una gran tormenta absorbiendo todo sonido en la esponjosa superficie de sus copos. Yo pensaba que con tanto caos y explosión el estruendo sería descomunal, pero apenas y se oía ruido alguno, no entendía en aquel entonces que la falta de aire en el espacio exterior impedía la propagación del sonido. Con tanta paz, llegué a quedarme dormido muchas veces.
Viajamos varios miles de millones de años, creo, y no sin incidentes. En los primeros instantes las colisiones entre los cuerpos eran incesantes. Casi siempre se producía una nueva explosión que desviaba hacia una nueva ruta cualquier trozo sobreviviente. El sonido era extraño, rápido, seco y, aunque nunca sufrí daño alguno, me estremecía hasta lo más profundo de mis electrones.
Durante el largo viaje posterior a mi parto conocí a un viejo átomo de helio que gustaba de contar historias sobre cómo nació nuestra raza. TREF 227, como se le conocía a este anciano con aspecto de cebolla radioactiva, arrugado y blanquecino, había sido, siempre según él, uno de los primeros átomos en nacer, apenas unos mil años después de ese evento que vosotros los humanos denomináis Big Bang. Él fue quien me explicó un poco el origen de mi raza.
Aunque tenía los electrones cansados y una voz pesada y cavernosa, el conocido como Maestro Tref no paraba de hablar. Su edad y su talento para contar (y exagerar) hechos históricos lo hacía uno de los miembros más respetados de nuestra numerosa comunidad. Personalmente he aprendido mucho de él y de sus relatos que, si bien me han enseñado mucho, también me han llenado de más y más dudas sobre mi origen y, especialmente, sobre el largo camino hacia mi inexorable destino. El viejo sabio me contó entre otras muchas cosas que el nuevo universo no era el único, sino que había otros paralelos al nuestro y algunos más universos “burbuja” que se creaban y desaparecían continuamente. Yo no sé si esto sea cierto o no, pero si me consta que a principios del Siglo XXI un grupo de científicos estaría de acuerdo con dicha idea. ¿Querrá decir que hay otros como yo en algún lugar del infinito? Probablemente algún día lo sabremos, probablemente no. Por mi parte, me dediqué a escuchar sus lecciones e intentar absorber todo el conocimiento que pudiera serme útil en el futuro.
-Fue en los primeros instantes a partir del Cero –nos contó el anciano - que se crearon electrones, protones y neutrones, vuestros futuros compañeros. Estas son las pequeñísimas partículas, llamadas subatómicas que forman parte de vuestra anatomía - dijo. Gracias a sus enseñanzas, aprendí que los primeros son un poco negativos pero son ellos los que nos permiten a los átomos combinarnos con otros átomos para formar múltiples compuestos. Los protones tienen una carga positiva, alegre y dicharachera y, junto con los neutrones que obviamente, son neutrales, son el núcleo de vuestros cuerpos.
En esos primeros días aprendí que fue poco después del Big Bang cuando se formaron mis antepasados hidrógeno y helio, incluyendo al Maestro Tref. Estos primos lejanos míos fueron los primeros de nuestra clase y salieron despedidos en todas direcciones y empezaron a formar la primera generación de cuerpos astrales en el universo. Por cierto, aprovecho para contaros un poco más sobre mí.
Como ya os dije anteriormente, soy un átomo de carbono. Una partícula de materia que los químicos llaman elemento y que, en una extraña tabla que todos los cachorros humanos detestan estudiar, me han dado el número seis. En la tierra los átomos de carbono formamos parte de todo ser viviente. No sé que tenemos que nos hace tan importantes, pero el caso es que sin nosotros no existiría la vida tal y como la conocéis. Además, somos uno de los elementos más comunes en el universo, de hecho, cualquiera de vosotros que tenga este libro en sus páginas contiene cientos de miles de millones de mis hermanos enlazados con otros elementos tales como hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. Yo mismo he pertenecido a cientos de miles de cuerpos, unos vivos, plantas y animales y, otros no tanto, tales como el diamante y el grafito que, por cierto, he llegado a pensar que hice mis pinitos como escritor cuando un chaval etrusco del siglo III a.C. utilizó un trozo de grafito del que yo formaba parte, para escribir garabatos en un pergamino.
Sobre mi vida privada hay poco que decir, pero sí que me considero un átomo afortunado por haber sido testigo a tantos y tantos cambios de vuestra historia y la del planeta. He formado parte de miles de objetos y seres vivos y he experimentado profundos cambios de hogar y de actividad. Sin que yo pudiera tomar decisiones y por causas del destino he podido conocer y observar a cientos de individuos, algunos de los cuales tuvieron un gran impacto en la corta pero interesante historia del ser humano. No nos olvidemos de mis apéndices imprescindibles de mi existencia, Electrón y Neutrón a quienes llamo cariñosa y simplemente E y Pe, el primero, valiente y arriesgado aventurero que más de una vez nos ha metido en problemas y, el segundo, mi consejero más apreciado, ejemplo vivo de la mesura y el análisis.
Pero basta de hablar de mí. Ya conoceréis mas detalles de mis capacidades a lo largo de estas memorias. De no todas me enorgullezco, pero son parte de mi existencia al igual que los defectos y las virtudes humanas son parte de la vuestra.
Ahora bien, no quiero llevarme todo el crédito para los de nuestra especie. La vida en la tierra necesita además de nosotros a algunos otros de mis parientes, tales como el hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno y el fósforo, que también forman parte de este gran mundo al que muchos de nosotros llamamos hogar y sé a ciencia cierta de que hay muchos otros familiares que no conozco personalmente pero que habitan otros mundos tan lejanos como mi tierra originaria.
El caso es que viajamos y viajamos por lo que parecía una eternidad. El universo es un sitio realmente grande, vamos, inimaginablemente gigantesco. La luz viaja a una velocidad de 300.000 Km. por segundo y en millones de años apenas y puede recorrer pequeñas zonas del universo. Científicos humanos han calculado (un poco presuntuosamente, creo) que la distancia entre los extremos del universo es de 156 ¡billones de años luz! Sin comentario.
Durante los miles de años que duró nuestro viaje, hubo muchos momentos en los que los pasé francamente mal, como cuando fuimos embestidos por un gran pedazo de hielo y mi hogar fue convertido en miles de proyectiles ahora separados y dirigiéndonos en igual número de direcciones. Pero también hubo momentos agradables, entre ellos, cuando viajé cogido de la mano de otros átomos formando diferentes moléculas, lo cual me hizo sentirme que mi labor servía de algo. Además, y ya cerca del final del viaje tuve una larga relación con una pequeña átomo de argón, una bella amazona que, aunque era un poco inestable, sacaba lo mejor de mí.
Arna 43-U me llamó la atención desde la primera vez que la vi. Yo era tan solo un átomo adolescente que no sabía todavía su función en el Universo. Mis partículas saltaban de alegría cada vez que ella pasaba cerca de mí y pronto nos hicimos amigos. Me contó que había nacido el mismo día que yo y que por un tiempo viajó en una de las rocas más grandes que salieron despedida del punto Uno. Delgada y de frágil vuelo, Arna también me contó que sus compañeros de viaje habían sido varios elementos radioactivos que no la trataron muy bien y me confesó que se había sentido siempre muy sola hasta que nuestros caminos se cruzaron. Pasamos largos ratos juntos admirando el paisaje que nos rodeaba ya que nuestra velocidad había descendido considerablemente y podíamos ver como muchos átomos empezaban a formar corrillos a nuestro alrededor. Muchas veces logre entrar en cariñoso contacto con ella y disfrute del suave roce de sus bellas partículas. Pero sabíamos que lo nuestro era algo pasajero ya que nuestras cargas no eran compatibles. Nos despedimos poco antes de ser absorbidos por el Gran Remolino, pero supe tiempo después que al formarse la corteza terrestre en su más reciente configuración había sido atrapada en un bloque de hielo antártico.
El Errante Afortunado
Ese Gran Remolino al que me refería anteriormente, marcó el fin de mi viaje inicial. Llegamos a verlo desde lejos, una enorme espiral de polvo y materia como un gran huracán que parecía absorber todo lo que se encontraba a su paso. No se distinguía de los otros quince o veinte remolinos que giraban no muy lejos de esa zona y con los que a punto estuvimos de chocar, pero por causas del destino, este fue el que se puso en mi camino.
Pasamos a gran velocidad muy cerca de algunos de estos cuerpos en ciernes y fue ahí cuando sentí por primera vez una gran fuerza que me iba a acompañar durante el resto de mi existencia. Siglos después comprendí los poderes de este poderoso fenómeno. Se trata de una fuerza de atracción que todos los cuerpos ejercen entre sí, incluidos los humanos, sin embargo, normalmente no la percibimos ya que su poder depende de la masa del objeto que la ejerce y de la distancia entre los dos cuerpos. Mientras más grande el objeto más grande la fuerza pero, aunque no lo creáis, hasta una pequeña pelota de golf ejerce una fuerza de atracción sobre los cuerpos que la rodean y viceversa. Vosotros los humanos conocisteis este extraño tipo de energía pronto en vuestra historia pero no fue sino hasta el siglo XVI que un profesor inglés llamado Sir Isaac Newton la entendió y describió. Unos siglos después, un simpático y desaliñado científico alemán, Albert Einstein, publicó una ley más actualizada sobre la gravedad. A este señor, del que hablaré más tarde en esta historia, le llegué a conocer bien ya que formé parte de una bombilla luminiscente que el utilizó durante la redacción de dicha ley.
Volviendo al tema, cuando creía que ya nos habíamos librado de ser succionados por alguno de los grandes remolinos que flotaban a nuestro alrededor, sentí de repente una gran sacudida, un fuerte tirón, como si nos arrastrara la furiosa corriente de un río. Entramos a gran velocidad en un caudaloso torrente de materia y partículas elefantiásicas. Rocas, polvo, hielo y vapor rodeados de ruidosas explosiones causadas por las colisiones entre todo lo que ahí se encontraba. Aún más que cuando nací, me invadió la sensación de ser un insignificante soldado de infantería en el campo de batalla, siguiendo las órdenes de los comandantes y sufriendo el castigo del enemigo sin una trinchera dónde guarecerme. Chocábamos una y otra vez con grandes rocas y trozos de hielo saliendo despedidos en mil pedazos en todas direcciones pero volviendo una y otra vez al gran caudal. En esta ocasión si sentí que mi estructura interna se estremecía y pensé que en cualquier momento desaparecería de este mundo. Pero sobreviví con más resignación que voluntad a los primeros impactos, que empezaron a disminuir a través de los siglos.
Al tiempo de mi llegada, este cuerpo celeste contaba ya con unos 40 millones de años, pero era aún un bebé geológicamente hablando. Su origen se basaba en la lenta aglomeración de millones de partículas de polvo, vapor y silicio que flotaban en el espacio, probablemente restos no utilizados por el Sol cuando se formó. En esa etapa de formación, el calor de millones de impactos hacía que el planeta pareciese una bola de fuego flotando en medio del espacio, sin rumbo y sin destino, golpeada constantemente por materia estelar a muy alta velocidad, desviándola de su errante trayectoria y a la vez aumentando su tamaño. Por cierto, que a este astro en el que habitáis le llamáis Tierra equivocadamente, pues al estar cubierto en su mayoría por el líquido azul, deberíais llamarle Agua o en todo caso Hierro, como el elemento del que está hecho su núcleo.
Fueron decenas de millones de años los que estuvimos girando alrededor de esa masa que poco a poco empezaba a tomar su forma esférica absorbiendo todo lo que encontraba en su camino y que, como yo, terminó formando parte del nuevo astro. Polvo sideral, piedras de todas dimensiones y gases continuaron uniéndosenos en esta espiral de materia fragmentada que finalmente comenzó a consolidarse y a enfriarse. Los elementos más pesados tales como hierro y plomo se fueron hundiendo hasta el centro y formaron el núcleo del planeta que, debido a las altas temperaturas que aún conserva, se mantiene en estado plasmático (ni líquido ni sólido, sino en un estado intermedio, como gelatinoso) y todavía realiza una importante función ayudando a mantener la temperatura de la superficie dentro de los niveles necesarios y permitidos para la vida de seres multicelulares.
Y cuando el proceso de formación se hallaba en sus últimos siglos, un evento de gran magnitud terminó por sellar el destino del astro y, a su vez, de todos los que ahora poblamos este maravilloso y frágil planeta: una gigantesca roca, un asteroide o más posiblemente, los restos de un planeta fallido llamado Theia, según corría el rumor, chocó con gran fuerza contra el incipiente cuerpo, fusionándose parcialmente e imprimiéndole a la Tierra una nueva trayectoria y velocidad. Los restos de aquella colisión, quedaron como aturdidos girando alrededor y formaron en menos de un año un pequeño cuerpo rocoso al que llamáis vuestro satélite natural, o simplemente la Luna.
Aparte de sus misteriosas connotaciones románticas y mitológicas, la Luna juega un papel extremadamente importante en el comportamiento y características de la Tierra. Es conocida por muchos de vosotros la fuerte influencia que esta puede ejercer en la creación y movimiento de las mareas, pero pocos sabéis lo importante que puede ser para la existencia de las estaciones.
Veamos, sabemos que estas existen debido a la inclinación de la Tierra sobre su eje. Así, durante una parte del año el hemisferio sur recibe menos horas de luz solar mientras que el norte disfruta de largos días veraniegos. Lo contrario en la segunda mitad del año. Pues bien, aparte de que el impacto que creó la Luna fue el origen de la inclinación del eje, esta también ejerce una serie de fuerzas gravitatorias sin las cuales el planeta no podría mantener dicha inclinación, ni su ángulo permanecería estable y las estaciones no existirían. Considerando el placer que he disfrutado en soleados y calurosos veranos, apacibles otoños y, mis favoritos, los bellos inviernos boreales en los que tanta paz he podido obtener, no me gustaría imaginar nuestro planeta sin las diferencias entre la primavera y las demás estaciones.
La constante de este nuevo protoplaneta era la inestabilidad. El núcleo fundido no permitía el enfriamiento de la superficie y las constantes colisiones amenazaban con romper de una vez por todas a este cuerpo del sistema solar. Pero sobrevivimos.
Poco más puedo añadir sobre las etapas iniciales del nacimiento de la gran bola rocosa puesto que mi situación era tan caótica como la del resto de mis compañeros. La mayor parte del tiempo de formación estuve incrustado en un gran trozo de metal ligero que contenía a millones de átomos de carbono como yo así como otros de litio e hidrógeno. Mi hogar temporal flotó durante mucho tiempo en un mar de magma fundida hasta que con la lenta coagulación de la superficie nos posamos cerca de lo que ahora es el polo sur.
El calor en la superficie del planeta en aquellos días sería insoportable para un humano o para cualquier ser viviente. Más de 3.000 grados centígrados y no había agua que pudiese aliviar tan horroroso infierno. Un inhóspito, oscuro y desolador paisaje incompatible con la vida. La superficie se parecía a lo que normalmente observáis durante una erupción volcánica. Es más, eran cientos de erupciones y explosiones de gases rodeadas de borbotones de vapor y ríos de lava ardiente entremezclados con islas de material ya solidificado bajo el todavía constante bombardeo de residuos proveniente del espacio. Constantemente nacían montañas de formas caprichosas, volcanes y desolados valles que pronto serían nuevamente fundidos por el calor y absorbidos por las entrañas del nuevo cuerpo celeste.
Pero como todo proceso que se precie de serlo, este también se acercaba a su fin. Tras varios millones de años, la temperatura bajó considerablemente y las primeras rocas se cristalizaron. La tierra se enfrió y la corteza se endureció formando un manto sólido relativamente estable aunque de poca profundidad y así, lentamente, el nuevo planeta empezó a tomar forma. Un desierto sin animales, sin plantas, sin vida y cuya enrarecida atmósfera era irrespirable y que nadie, nunca, podría imaginar el destino que le esperaba.
Todo esto ocurrió hace unos cuatro mil millones de años. Lo sé yo porque fui testigo presencial de estos hechos. Pero no aceptéis lo que os cuento como dogma, tenéis evidencia que prueba mis afirmaciones. Los humanos lo habéis comprobado en las rocas rojas de Jack Hills, en Australia. Estas viejas señoras tienen una edad aproximada de 3.850 millones de años, pero se cree (y yo lo puedo confirmar) que siglos antes ya habían existido ejemplos de características similares, pero que fueron nuevamente fundidas por el intenso calor interno de la tierra. Por cierto, la edad de estas últimas se fijó utilizando un método de radioisótopos de uranio, un elemento que con el paso del tiempo se deteriora hasta convertirse en plomo.
Y ya que nos encontramos en este tema quisiera también hablar, un poco por cuestiones familiares, del proceso más común para datar objetos orgánicos antiguos es conocido como el método del Carbono-14 y creo que a vosotros lectores os interesará conocerlo.
Resulta que mis hermanos y yo (Carbono-12), somos mucho más comunes que mis primos dos números más arriba, aproximadamente hay un trillón de nosotros por cada uno de ellos. En los procesos de alimentación orgánica tales como la fotosíntesis o la ingesta de animales y plantas, hay un constante flujo de átomos de carbón y la proporción entre nosotros antes mencionada se mantiene al menos durante la vida del consumidor. Pero al momento de morir la planta o el animal, los pobres de mis primos empiezan a deteriorarse hasta convertirse en átomos de nitrógeno. La vida media de un átomo de Carbón-14 es de 5730 +/- 40 años. Los Carbono-12 no nos deterioramos y, si así fuera, no estaría yo aquí. Los científicos, ergo, cuentan y comparan la proporción de C-14 con la de C-12 y pueden así calcular la edad de cualquier objeto orgánico. Hay algunas limitaciones, como el hecho de que a partir de 50.000 años, ya no hay Carbono 14 y no se puede utilizar este método, aunque existen otros similares para edades mayores y para cuerpos no orgánicos.
Volviendo al nacimiento del nuevo errante, el enfriamiento continuó durante siglos, poco a poco endureciendo la corteza que ahora tiene de treinta a ciento cincuenta kilómetros de profundidad. En dicha corteza se asentaron todo tipo de materiales y elementos, incluyendo los metales y otros minerales que ahora extraéis de minas para fabricar cientos de productos. Seguía habiendo erupciones y meteoritos, polvo cósmico y trozos de hielo continuaban cayendo en cantidades considerables trayendo consigo nuevos elementos que pasarían a formar parte de la gran variedad que ahora conocemos. Pero a pesar de su alarmante inhospitabilidad, la Tierra empezó a parecer un lugar donde algún día, en un futuro muy lejano, la vida sería posible.
Helios
Poco antes que se formara el planeta, nació su estrella madre, señora y dadora de vida. Lo mismo que el agua, y la luz, el calor del Sol es fundamental para la existencia de seres vivos. A ese gran gigante que calienta el sistema planetario en el que vivimos lo conozco bien ya que, aunque nunca haya estado ni cerca de él ni espero estarlo, se parece a mi progenitora. Cada día durante miles de millones de años, nuestra gran estrella ha sido nuestro compañero de viaje y un poderoso aliado. Ya desde los tiempos de mis queridos amigos afarensis (de los que hablaré algunos capítulos más tarde), se consideraba al astro mayor como un ser sobrenatural, un poderoso ente al que hay que amar, temer y respetar.
El Sol ha sido la inspiración para poemas, historias y hubo hasta un presumido reyezuelo francés que se sentía el ídem. Una tribu precolombina construyó una Pirámide en honor del Sol (y otra en el de la Luna) en Teotihuacán, México, y en Mongolia, hay un templo al Gran Sol como agradecimiento a todo el bien que nos proporciona. Es más, en el idioma castellano se utiliza el nombre del gran astro como un cumplido: – eres un Sol –.
Helios, como le llamaban los griegos, se formó unos pocos millones de años antes que la Tierra y los demás cuerpos que ahora forman el Sistema Solar. Es una estrella de los más normalita que hay, ni muy grande ni muy pequeña, ni muy joven ni muy vieja, ni muy caliente (comparada con otras estrellas) ni muy fría. Muy importante para nosotros es que tenga esas características, porque si el Gran Sol fuese diferente o estuviese más lejos o más cerca, no nos serviría para nuestro propósito: calentar la tierra a su debido punto. Como todas las estrellas, está hecho de gases, principalmente hidrógeno y helio (pero contiene pequeñas cantidades de muchos otros elementos incluyendo el carbono), a muy alta temperatura, casi 6000º Celsius. Pero estamos a la distancia ideal para aprovechar sus ventajas sin achicharrarnos.
O sea, yo os recomendaría no acercarse mucho. Y lo digo por experiencia ya que yo he estado en el interior de una estrella, aquella supernova en la que yo nací, y la verdad es que el ambiente no es muy placentero. Como anécdota, puedo añadir que todos los átomos del universo nacieron en una estrella, por lo que un famoso escritor-científico-profeta del siglo XX, Carl Sagan, un día dijo que todos los humanos estabais hechos de material de estrellas. Siempre supe que erais algo especial.
El calor del sol es imprescindible para la vida, para el clima y para el ciclo de agua, evaporando la superficie de los océanos y creando las nubes que provocarán lluvia. Pero no solo el calor es importante para nosotros, la energía lumínica que nos envía es vital para uno de los procesos más importantes en el ciclo de vida terrestre y en el que yo he participado miles de veces y que tendrá un importante lugar en mi experiencia de vida: la fotosíntesis. Tan importante como los procesos es el espacio en el que se llevan a cabo. En este caso, hablamos de la delgada capa de gases que protege al planeta y en el que todos los fenómenos ambientales tienen lugar.
Atmósfera
Los primeros rayos del Sol cayeron fuertemente sobre el planeta como balas de cañón. La radiación que traían era fortísima y golpeaba directamente todo lo que tocaba. Pero poco a poco, una débil capa de gases se fue formando alrededor del planeta protegiéndolo de ataques externos. Al principio, se trataba de los residuos gaseosos causados por las explosiones y erupciones que crearon el mundo. Eran básicamente parientes míos como el hidrógeno, el helio y el argón que le daban un aspecto desolador. La luz no traspasaba las partículas flotantes ni se extendía en todas direcciones hasta que la lluvia ayudó mucho a limpiar esa irrespirable e incipiente atmósfera y empezó a clarear. La luz ya podía extenderse uniformemente toda la superficie, fue la primera vez que tuve la sensación de que amanecía. Podía ver a grandes distancias el nuevo paisaje conformado aunque todavía cambiante y por primera vez sentí la necesidad de explorar lo que me rodea. Ese picante sentimiento que llamáis curiosidad y que no sé de quién heredé, sería un compañero inseparable a lo largo de mis aventuras.
Nuestro planeta, y me atrevo a llamarlo nuestro porque yo llegué aquí antes que vosotros, es especial en muchos aspectos, pero pocos tan importantes como su atmósfera. Los restantes planetas del sistema solar no cuentan con algo semejante. Bueno si, tienen atmósferas, pero ninguna con las características tan valiosas que permiten que exista la vida tal y como la conocemos, empezando porque sus principales elementos actuales, oxígeno y nitrógeno, son muy escasos en el resto del universo. Curiosamente, no es la única atmósfera que hemos tenido. La primera era la que arriba explicaba, hidrógeno y helio mayoritariamente, pero los primeros vientos solares se la llevaron lentamente y dejaron paso a nuestra protectora que tardó millones de años en convertirse en la gran señora que ahora es.
Una pregunta muy común de los niños (y algunos adultos) es: ¿cómo se mantiene la atmósfera pegada a la Tierra? Pues la respuesta es muy fácil: ¿Os acordáis de aquella fuerza que me atrajo a la espiral que formó el planeta? La gravedad, si, pues eso, la fuerza de atracción no permite que los gases se vayan de paseo por el espacio. Pero como la fuerza se debilita con la distancia, mientras más se aleja de la superficie menos densa es la atmósfera y por eso es muy difícil de fijar con certeza los límites superiores de la atmósfera, ya que no termina en un punto exacto, sino que se va desvaneciendo poco a poco. Ahora bien, hay un límite que los científicos llaman la Línea Kármán, a unos cien kilómetros de altitud, y que es frecuentemente citada como el límite oficial con el espacio.
La atmósfera es responsable del bello color azul que vemos en nuestro cielo y eso lo explicó muy bien un señor inglés llamado Lord John Rayleigh, que descubrió los cambios que sufre la luz cuando atraviesa moléculas de agua, polvo y gas. De acuerdo con este fenómeno, la luz azul, que es la que tiene la onda más corta, es más fácilmente absorbida por las partículas antes mencionadas y que después la reflejan en todas direcciones. Que complicado ¿no?
También la atmósfera es responsable de nuestro clima. Todos los fenómenos meteorológicos como la lluvia, los relámpagos y los huracanes se forman en ella. La mayor parte de dichas manifestaciones ocurren en la tropósfera, aproximadamente los diez kilómetros más cercanos a la superficie y ocurren porque la atmósfera está en constante movimiento.
En fin, que le debemos mucho a nuestra amiga y por eso debemos cuidarla mucho. Desgraciadamente, los humanos no os habéis portado muy bien con ella causándole problemas como la polución. Pero ahora no estoy de humor para regañinas, ya llegará el momento.
Agua
El agua queridos lectores, es uno de los elementos que más ha cautivado a los seres vivos y a los que no lo estamos, pero que también somos beneficiarios y víctimas de su poderío. Esa enorme masa de majestuoso líquido nos relaja y nos llena de miedo y de misterio; nos protege y nos ataca inmisericorde; nos transporta y nos refresca. Este fluido milagroso tiene miles de interesantes historias que contar, (he intentado convencer, sin éxito hasta ahora, a un amigo mío de oxígeno para que escriba sus memorias) desde los primeros seres vivos hasta las aventuras de exploradores y piratas que surcaron los siete mares pasando por leyendas de monstruos submarinos y sirenas encantadoras o embaucadoras. Mares, ríos y lagos han servido fielmente al ser humano como medio de transporte y fuente de alimento sin dejar de inspirarlo, asombrarlo y empequeñecerlo con su fuerza bruta. El agua es también un buen catalizador al favorecer y acelerar las reacciones entre las moléculas y es, como veremos más tarde, fuente y alimento de toda vida. Y para muestra un botón: el 95% de todos los hábitats terrestres se encuentran en los océanos.
También conocida como H2O por sus dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, el agua es un compuesto químico que forma la molécula más abundante de la Tierra. Aproximadamente el 71% de la superficie terrestre está cubierta por agua en cualquiera de sus tres estados físicos: líquido (mares, lagos y ríos), sólido (hielo y nieve en montañas y glaciares) y gaseoso (vapor, casi todo en la atmósfera). Además, más de un 60% de vuestro cuerpo está compuesto por este elemento. Pero no quiero aburriros con detalles técnicos acuáticos, así que pasemos a la primera lluvia.
Como os he contado anteriormente, trozos de hielo proveniente de cometas colisionaron durante siglos la superficie del planeta, pero el agua que contenían se transformaba inmediatamente en vapor debido a las altas temperaturas. Las erupciones volcánicas también expulsaron enormes cantidades del gas a la superficie y, tras miles de años, una gigantesca nube empezó a formarse en la incipiente atmósfera. Esa nube primigenia no se parecía nada a lo que vosotros conocéis. Distaba mucho de ser una esponjosa bola de blanco vapor que toma las formas que nuestra imaginación les da. Se parecía más a la sucia capa de smog, combinación de humo y niebla con millones de partículas cenicientas flotando libremente, que millones de años después cubrirían algunas de vuestras descuidadas ciudades. La nube era de un color rojizo oscuro que obtenía del reflejo de la todavía recalcitrante superficie. Poco a poco cubrió todo el planeta y fue aumentando su densidad, hasta que un día, empezó a llover furiosamente. Llovió y llovió sin parar durante miles de años, inundando una buena parte de la superficie terrestre de agua sucia y tóxica, pero agua al fin.
La primera tormenta duró millones de años. La evaporación continuaba, pero la cantidad era tal que valles y cráteres fueron rápidamente inundados por el precioso líquido. La imparable fuerza del nuevo elemento destruyó barreras como si fueran castillos de arena, erosionó montañas y todo lo que encontraba a su paso. Uno de los grandes beneficiados por la lluvia fue el que les habla, ya que la erosión que el agua causó en la gran roca que era mi hogar, consiguió que saliera a la superficie. ¡Qué impresión! Descubrir el nuevo mundo fue uno de los eventos álgidos de mi existencia. Mi nuevo mundo no era lo que ahora conocemos, un bello planeta que la naturaleza ha dotado de una enorme variedad de ecosistemas llenos de color y vida. La oscuridad todavía reinaba en la superficie ya que la atmósfera no había adquirido su actual estado ni su propiedad de reflejar la luz que empezaba a llegar desde el Sol. Fue un momento en verdad impresionante pero no del todo agradable pues el ruido causado por el golpeteo de las gotas era ensordecedor y varias veces sentí que era involuntariamente desgarrado de mi hogar como sucedió a algunos de mis hermanos. El caso es que llovió incesantemente hasta que el agua formó ese inmenso universo que llamáis océanos. Estos gigantes que dominan el planeta son entidades de una complejidad maravillosa, parecen estar llenos de vida y están en constante movimiento. Agitados por los vientos, atraídos por la luna, calentados por el sol, forman parte del proceso regulador del clima planetario.
Al final del diluvio, reina una tensa calma. El único sonido es el de pequeñas olas golpeando las rocas a un ritmo constante. Se escucha un leve pero constante chapoteo, tan relajante como el golpeo sosegado de los remos rompiendo la superficie de un lago apacible. Estoy cerca de la orilla, mudo, sin moverme para no perturbar la estabilidad que me rodea. Tengo tiempo para pensar pero lo único que me viene a la mente es proteger mi integridad física. Miro al todavía oscuro cielo y dirijo mis lamentos al infinito: ¿Ahora qué? -Empiezo a reflexionar sobre mi existencia:
- ¿Qué hago aquí? ¿Quién me envió? ¿Qué quieres de mí?
- ¡Calla! -Me gritan a mi alrededor, -¡estás loco! ¡No hay nadie allá arriba! –
Pero a mí me cuesta trabajo creer que todo esto es un sinrazón. Algo o alguien debe estar controlando el universo. Las piezas caen una a una en su sitio. Todo parece estar siguiendo un guión, un orden prescrito, no es casualidad que dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno se unan para formar este milagroso líquido. No es casualidad que yo esté aquí. No. Simplemente, no puede ser.
Tampoco es casualidad que este errante en el que deambulo esté a una distancia perfecta relativa a su estrella. Si estuviese más cerca, el viento solar se llevaría su frágil atmósfera; si estuviese más lejos, el planeta se congelaría y por eso lo llamo el Planeta Afortunado, o Errante Afortunado, como dirían los griegos. En la superficie la temperatura empieza a ser agradable gracias a los rayos de la enorme bola de fuego que arropan el paisaje y esa capa de gases que nos rodea se aclara gradualmente.
Pero cuando ya me estaba acostumbrando a mi nueva y cómoda viva, un nuevo suceso rompió la calma. Un gigantesco asteroide se estrelló contra el planeta cual misil cósmico, sacudiéndolo todo a mi alrededor como cada vez que caía alguno. Uno en especial, compuesto mayoritariamente de hierro. Este elemento pesado, se hundió hasta el núcleo terrestre y cambió su composición que, debido a las propiedades químicas del hierro, creo una especie de campo magnético alrededor de la Tierra protegiéndola de los vientos solares y otros tipos de radiación. Sin dicho escudo, la vida no sería posible.