Los rayos de sol comenzaban a despuntar sobre el horizonte. El día amanecía sin apenas ninguna nube en el cielo. Nada hacía pensar que las jornadas anteriores habían sido tan lluviosas y desapacibles. Se respiraba vida. En aquella bella localidad el aire era tan limpio que llegaba a percibirse las esencias de las plantas aromáticas que crecían en las cercanas montañas.
Las ovejas del tío Morretes lo sabían y por ello, hoy balaban con más intensidad que nunca al salir del corral y poner rumbo al monte. El tintineo de los cascabeles de las que dirigían el rebaño se podía percibir desde cualquier rincón de la entrañable aldea. Las lluvias habían provocado un resurgir de la vegetación. Hoy el tío Morretes estaba feliz. Después de tener varios días encerradas las ovejas en el corral por fin podía sacarlas a pastar, con el consiguiente ahorro de dinero en pienso.
A Eduardo le encantaba despertarse con el sonido que emitían las ovejas al pasar bajo su ventana. El muchacho tenía 21 años, y aunque residía en Valencia, solía acudir todos los fines de semana con sus padres a la aldea. Desde muy pequeño sentía un profundo amor por la naturaleza en parte gracias a su abuelo. Éste había trabajado como vigilante de un coto de caza en una zona cercana a allí. Por desgracia falleció cuando Eduardo era un niño, o eso le habían contado sus padres. Otra afición que compartía el muchacho con su abuelo era un amor apasionado hacia las abejas y el antiquísimo arte de la apicultura.
Eduardo era un joven alto y de complexión delgada pero con brazos bastante musculados. Por cuestiones de genética, por mucho que comiera no conseguía engordar. El muchacho era bastante guapo poseyendo los rasgos típicos del español medio, ojos marrones y pelo castaño. En la universidad gozaba de bastante éxito entre las féminas pero pensaba que no era momento aún de conocer el amor de su vida. No tenía prisa por encontrar a la madre de sus hijos, pues como pensaba a menudo, ésta podía aparecer en el momento y lugar menos esperado.
Villatoya, que así se llamaba la aldea, apenas contaba con 50 vecinos, y prácticamente todos eran de la misma familia. Ésta se hallaba en la provincia de Albacete. Un bello río la atravesaba y regaba sus huertas. Sin embargo lo más conocido
de la zona no era la aldea sino dos balnearios que se ubicaban en la cercanía de ésta. Con frecuencia solía comentar a sus amigos que su pueblo era su verdadero amor.
Los gritos de su madre le hicieron volver a la realidad.
- Eduardo baja a desayunar- gritó su progenitora.
- Ya bajo mamá.
La madre de Eduardo se llamaba Amparo. Trabajaba en Valencia en una oficina de correos. El padre de Eduardo se llamaba Luis y trabajaba en Valencia como repartidor de bebidas. Ambos tenían una edad cercana a los 50 años y eran naturales de Villatoya pero habían emigrado a la ciudad durante su juventud.
El muchacho puso una cara de asombro al ver el suculento manjar que le había preparado su madre para desayunar ese día. Éste consistía en tostadas con miel y nueces y una gran jarra de zumo de naranja.
- Quiero que cojas fuerzas que las vas a necesitar.- le dijo su madre.
- ¡Qué rico! Me encantan las tostadas con miel.- dijo Eduardo.
- Come y acude a ayudar a tu padre. Está junto al Balneario podando unos cerezos.-
- Esos frutales no valen para nada. Lleva años cuidando esos campos sin recoger ni un solo fruto. Los abuelos que frecuentan el balneario le roban la cosecha todos los años.
- No digas tonterías hijo. Tu padre dice que son las cabras montesas y las urracas.
- No me lo creo. Son los jubilados del balneario. Tanto relax todo el día que cuando salen de allí a pasear tienen una energía explosiva y cuando no roban cerezas le quitan higos al tío Andrés.
- ¡Qué exagerado eres hijo!
Eduardo devoró con ansia el desayuno que le había preparado su madre. Se despidió de ésta y salió con premura de su domicilio. Tenía tareas importantes que realizar y ninguna de ellas era ir a un campo de cerezos.
Su abuelo fue un importante apicultor de la zona. El muchacho tenía constancia de que muchas colmenas de éste estaban dispersadas por la comarca, si bien desconocía la ubicación y el estado de ellas. Se había propuesto que este fin de semana encontraría alguna. Para ello contaba con su amigo de la infancia.
Agapito era el único joven de la aldea que vivía allí todo el año. El muchacho se ganaba la vida haciendo trabajillos para sus vecinos tanto de tipo doméstico como agrario. Era una persona muy habilidosa con las herramientas llegando a haber arreglado la motocicleta de Eduardo en más de una ocasión. Su aspecto físico contrastaba con el de su amigo. Sentía verdadera pasión por devorar carne sin ningún tipo de control lo cual le conllevaba el sobrepeso que tenía en la actualidad.
Eduardo pensó que un buen comienzo para sus investigaciones sería visitar a la tía Joaquina. No era familiar suya pero siempre le había tratado como tal. De joven había sido novia de su abuelo. La mujer tenía más de 90 años pero siempre presentaba un aspecto jovial envidiable. La gente decía que en su cabeza había más información que en una enciclopedia. Su lucidez era increíble y a pesar de su avanzada edad vivía sola en una casa situada junto al abrevadero de la aldea. Su problema más preocupante de salud era la enorme sordera que padecía. Por ello le costó escuchar los golpes que Eduardo estaba dando a la puerta de su vivienda.
- ¿Quién es?- preguntó la anciana mientras se dirigía con paso lento hacia la entrada de su casa.
- Soy Eduardo - contestó el muchacho.
La mujer mostró una enorme alegría al verlo. Cada vez que veía al muchacho le recordaba a su abuelo, su amor de la adolescencia. Le extrañaba la presencia de Eduardo en su casa pues últimamente lo veía muy poco. Con paso lento se dirigió hacia la puerta.
- ¿Qué quieres bonico?
- Quisiera hacerte unas preguntas sobre mi abuelo.
- ¡Qué gran hombre! Lástima que otra se me adelantara.- dijo riendo la anciana.
- No digas eso. No hubiera nacido yo- dijo Eduardo esbozando una gran sonrisa.
- Recuerdo con nostalgia los años en los que éramos novios. Apenas teníamos 17 años. Estaba tan enamorado de mí, que incluso se hizo un tatuaje con mi nombre durante su Servicio Militar. Fue una lástima su desaparición. Lo añoro mucho.- dijo la tía Joaquina.
- El pobre murió joven. Creo que su edad era un poco superior a los 75 años. Recuerdo que falleció unos días después de mi noveno cumpleaños.
- ¡Qué tonterías dices muchacho! Tu abuelo desapareció sin dejar rastro. Nunca se confirmó su muerte ni se encontró su cuerpo.
Eduardo no daba crédito a las palabras de la anciana. Le habían comentado que la tía Joaquina gozaba de una gran salud mental pero el comenzaba a dudar de que esto fuera cierto.
- Tía Joaquina, mi abuelo murió, no desapareció. ¿No lo recuerda usted?- dijo Eduardo bastante preocupado por la mujer.
- No estoy loca joven. Tu abuelo desapareció. Durante más de tres meses cerca de 100 personas peinamos todo el bosque en su búsqueda. Por desgracia nunca más se supo de él.
La seguridad de la anciana empezaba a hacer mella en Eduardo que comenzó a pensar que sus padres estos años lo habían tenido engañado con la versión de la muerte de su abuelo. Le vino la memoria que en aquella época no viajó al pueblo durante varios meses y seguramente coincidiría con el tiempo en el que se buscó el paradero de su abuelo.
- ¿Qué se sabe de su desaparición tía Joaquina?-
- Yo fui la última persona que vio a tu abuelo.. Esa mañana nos cruzamos en la plaza de la Iglesia. Él se dirigía con la furgoneta cargada de colmenas hacia el Risco del Diablo. Decía que aquella zona estaba llena de plantas melíferas en flor. Yo le dije que no fuera allí porque era una zona peligrosa pero me hizo caso omiso.- dijo la anciana.
- ¿Por qué dices eso?
- Los cronistas del pueblo describen ese lugar como una zona misteriosa donde a lo largo de la historia han ocurrido extrañas desapariciones de personas. La última anterior a la de tu abuelo data de 1939, en plena contienda civil. En ese año una muchacha de 20 años desapareció misteriosamente cuando se hallaba en el entorno del Risco del Diablo. Dado que su padre era comunista, siempre se pensó que la muchacha había sido asesinada por el bando nacional para ser posteriormente enterrada en una fosa en algún lugar desconocido. A pesar de ello, los más ancianos del lugar siguen teniendo muchas reticencias a ir por ese extraño y misterioso lugar- dijo la tía Joaquina.
- No sé. Yo no creo en supersticiones. ¿Nunca se halló ninguna pista sobre el paradero de mi abuelo?
- Hubo algo que desconcertó totalmente a los investigadores que llevaban el caso. Aquello no tenía ninguna explicación.
- No me dejes en ascuas. ¿De qué me estás hablando?
- En el Risco del Diablo apareció su cinturón, su cartera con toda su documentación y su dinero. Ni rastro de él.
- ¡Qué extraño! Supongo que eso significa que nadie le atacó para robarle el dinero.
- Pues sí, y más teniendo en cuenta que ese mismo día había extraído bastante dinero del cajero.- dijo la anciana.
- ¿Hubo algún indicio o pista que ayudara a resolver el misterio de la desaparición?- preguntó Eduardo.
- La Guardia Civil halló junto a sus pertenencias una gota de sangre. Posteriormente se analizó y se corroboró que pertenecía a tu abuelo.- dijo muy triste la anciana.
De repente Eduardo hizo una pregunta que desconcertó a la tía Joaquina.
- ¿Sabes si llegó a colocar allí las colmenas que transportaba en la furgoneta?
- Allí no se te ha perdido nada Eduardo. Ni se te ocurra ir. No te debía de haber contado esta historia.- dijo la mujer enfadada.
- Gracias por todo tía Joaquina. Tranquila. Voy ahora a ayudar a mi padre a podar los cerezos.- dijo Eduardo mientras daba un beso a la anciana y se despedía de ella.
El muchacho dedujo que la respuesta a su pregunta había sido afirmativa por la forma en que contestó la anciana. Por fin iba a encontrar las primeras colmenas de su abuelo. Teniendo en cuenta que se encontraban en una zona poco transitada y con mucha vegetación seguramente estarían con abejas y en buen estado de conservación. El siguiente paso sería ir a casa de Agapito y pedirle que lo acompañara hasta el Risco del Diablo.
Ese día el amigo de Eduardo se hallaba pintando la fachada del bar de sus padres. Éstos regentaban el único local comercial de la aldea. Su negocio hacía las veces de panadería, carnicería y lo que hubiere menester.
- Hola Eduardo, ¿Cómo estás?- dijo Agapito al ver a su amigo.
- Bien. Necesito pedirte un favor. ¿te queda mucho para acabar de pintar?
- Ya he finalizado prácticamente. ¿En qué te puedo ayudar?
- Me gustaría que me acompañaras con tu coche a un lugar.
- ¿Por qué no vas con el tuyo?- preguntó Agapito.
- El mío tiene el maletero muy pequeño, y quiero introducir en él las colmenas que espero encontrar.
- De acuerdo te acompañaré.- dijo su amigo mientras bajaba de la escalera a la que se hallaba subido.
- No quiero que digas a nadie donde vamos a ir- dijo Eduardo ante la mirada asombrada de su amigo al oír estas palabras.
- ¿Dónde quieres ir?
- Quiero me lleves hasta el Risco del Diablo. Según tengo entendido allí se encuentran varias colmenas de mi abuelo.-
- Estás loco chaval. Esa zona es muy peligrosa. No se atreve a ir por allí ni Morretes con su rebaño de ovejas- le contestó Agapito.
- No me seas cobarde. ¿No creerás en supersticiones de abuelas? Ayúdame y te prometo que en el futuro te compensaré con la venta de la miel que espero obtener.
- Yo te esperaré en el coche al pie de la montaña. Tendrás que ascender al Risco tu solo.- dijo asustado Agapito.
- Vale… Mejor eso que nada. Vámonos ya. Antes pasaremos por la casa de mi abuelo a por el equipo de apicultor. He cogido la llave sin que se diera cuenta mi madre- dijo Eduardo.
El Risco del Diablo se hallaba a unos 7 kilómetros de Villatoya, si bien, la distancia parecía mucho mayor debido a que el camino por el que se llegaba hasta allí se encontraba en condiciones penosas. Era una pista pedregosa que en sus primeros kilómetros discurría junto al río Cabriel para adentrarse luego en dirección a la sierra. Mientras que la ilusión de Eduardo iba en aumento su compañero de viaje experimentaba sensaciones opuestas a las de su amigo. Tras unos minutos en los que los amortiguadores del vehículo se habían puesto a prueba comenzaron a divisar la impresionante mole.
La principal característica del Risco no era su altura sino su difícil acceso a la cima. Se hallaba formado en su mayoría por grandes piedras basálticas que le daban una peculiar tonalidad oscura que le hacía destacar en el entorno.
- Ya hemos llegado- le dijo Agapito a su amigo mientras apagaba el motor de su vehículo.
- Es impresionante la montaña.- dijo asombrado Eduardo.
- ¿Qué es esa mancha de sangre?- preguntó asustado Agapito señalando el asiento.
- No sé qué dices. –dijo Eduardo.
- Llevas algo de sangre en la mano.-
- Me debí de hacer algún pequeño corte mientras buscaba el traje de apicultor. Tuve que apartar mucho trasto viejo de mi abuelo para encontrarlo.-
- Me has ensuciado el asiento. Mi padre me va a matar. Ayer limpió el coche.
- No te preocupes. Me comprometo a eliminar esa mancha cuando acabe con esto.
- Da igual. Las manchas de sangre no se eliminan tan fácilmente. Te lo dice uno que lleva toda su vida haciendo la matanza del gorrino. Eduardo haz rápido lo que tengas que hacer que quiero regresar a mi casa cuanto antes.- dijo Agapito.
- No tardaré. Te lo prometo. Muchas gracias. Eres muy buen amigo- dijo Eduardo.
- Ves con mucho cuidado en el ascenso. La poca gente que ha subido dicen que hay una senda que conduce hasta la cima sin tener necesidad de trepar por ninguna roca- dijo Agapito asustado.
- En 20 minutos como máximo estoy de vuelta. No te preocupes- dijo Eduardo dando un fuerte abrazo a su amigo.
Tras andar unos 300 metros a través de un campo de cultivo abandonado el muchacho pudo divisar el comienzo de la senda donde se iniciaba el ascenso al peñasco. Ésta comenzaba junto a un olivo centenario de gran porte. La montaña estaba cubierta de un espeso sotobosque en su mayoría brezos, jaras, espliegos y otro tipo de plantas aromáticas. Se hallaban en su época de mayor esplendor. El intenso y plácido aroma de sus flores no encajaba con un lugar siniestro. Este es el paraíso para las abejas, pensó Eduardo.
La senda era muy difícil de seguir por la gran cantidad de plantas que crecían en torno ella. Sin lugar a dudas, por allí hacía mucho tiempo que nadie había transitado. Pronto se dio cuenta que su amigo estaba equivocado sobre la descripción de la ruta. La senda se acababa al pie de unas enormes rocas. La única forma de alcanzar la cercana cima era trepando por ella. Apenas 20 metros le separaban de su objetivo. Según las indicaciones que le habían dado en la parte superior había una pequeña llanura donde deberían estar colocadas las colmenas de su abuelo.
Eduardo poseía una gran forma física por lo que pensó que era capaz de llegar hasta la parte superior. Las rocas presentaban muchos salientes y huecos que le vinieron a la perfección al muchacho para poder avanzar con seguridad en su ascenso. Lo que no tuvo en cuenta Eduardo era que las piedras estaban muy húmedas por las lluvias de días anteriores y, por consiguiente, resbaladizas. En un momento dado se agarró a una vieja raíz que salía de la roca. Grave error de principiante pues ésta no pudo soportar su peso y se rompió. Eduardo no tuvo tiempo de reacción y asistió aterrorizado como perdía el equilibrio y se precipitaba, lanzando antes un alarido de desesperación.
El grito fue escuchado por Agapito que tras unos minutos de gran nerviosismo consiguió reponerse y pedir ayudar. Se encontraba paralizado de miedo y se sentía incapaz de ir a buscar a su amigo. Nunca debieron de ir allí. Aquel lugar por el motivo que fuera estaba maldito.
No pasaron más de 30 minutos de la llamada telefónica de auxilio, cuando Agapito pudo divisar a lo lejos como un todoterreno de la Guardia Civil se dirigía hacia él a gran velocidad. En este periodo de tiempo no había cesado de llamar repetitivamente por teléfono a su amigo. Recibía tono de llamada pero nadie contestaba a la otra parte de la conexión.
Los dos miembros de la patrulla de la Guardia Civil procedían del cuartel de Requena, un pueblo ubicado a unos 35 kilómetros de su aldea. Agapito reconoció enseguida a la pareja de agentes. Se trataba de dos mujeres, hecho extraño en el cuerpo donde la mayoría eran hombres. Una de ellas era Lucia, una bella gaditana cuya edad rondaría los 35 años de edad .La otra más joven era Rocio. Ésta hacía poco tiempo que había finalizado su formación en la academia de Úbeda. Ambas eran muy conocidas en la zona por los controles de alcoholemia que solían realizar. A Agapito en más de una ocasión le habían hecho soplar, sin haber dado positivo ninguna vez, no porque no bebiera sino porque su grasa corporal neutralizaba el alcohol que tomaba.
- Buenos días. ¿Nos ha llamado usted?- preguntó Lucia
- Sí.- dijo Agapito temblando.
- ¿Qué le sucede? Tiene muy mala cara.- le dijo Rocio.
- Hace una hora vinimos hasta aquí mi amigo Eduardo y yo. Nosotros vivimos en Villatoya. El quería subir hasta el Risco del Diablo en busca de unas colmenas que había colocado su abuelo allí hace muchos años. A mi esta zona me produce mucho temor y le dije que lo esperaría en el coche. Al cabo de un tiempo de iniciar el ascenso escuché un grito de pánico de mi amigo. Yo creo que le ha pasado algo.- dijo Agapito llorando.
- No se preocupe. Ahora iremos yo y mi compañera. Usted quédese en el coche. Antes dígame el número de teléfono del móvil de su amigo y en qué dirección se marchó.-
- Hay una senda que conduce hasta la cima. Imagino que Eduardo siguió ese camino. Atraviesen ese campo de cultivo abandonado y verán después un olivo muy viejo. Allí comienza la senda que conduce a la cima de la montaña.- dijo Agapito mientras le entregaba un papel donde había apuntado el número de teléfono de su amigo.
No les costó mucho a las dos agentes hallar la ruta de ascenso al Risco. Ambas habían oído hablar de esta extraña zona en más de una ocasión, pero tanto una como la otra no creían en supersticiones.
- ¿Qué crees le habrá ocurrido al muchacho Lucia?-
- Pronto lo sabremos Rocio. Se habrá despistado y no escuchará la llamada del móvil.-
De repente observaron asombradas que la senda finalizaba bruscamente. Delante de ellas se alzaba una gran mole de roca basáltica de difícil acceso. Entonces comenzaron a gritar el nombre del muchacho en repetidas ocasiones. A pesar de la insistencia y en dejarse medio pulmón en el intento, no hubo respuesta de Eduardo.
- ¿No me digas que tienes en mente trepar por esa roca Rocío?- preguntó Lucia asombrada.
- Por aquí no se ve ningún rastro del muchacho. Tenemos que ver si se encuentra en la cima. Según su amigo ese era su verdadero objetivo.- dijo Rocío.
- Tú eres más joven y acabas de salir de la Academia. Tienes una forma física de la cual yo carezco. Yo no me veo capaz de subir por esa roca.-
- Espera voy a hacerle una llamada con mi móvil al número del muchacho desaparecido. Concéntrate al máximo por si escuchas algo.- dijo Rocío.
- De acuerdo. Llama cuando quieras.
Rocío extrajo de su bolsillo el papel que le entregó Agapito y comenzó a marcar el número que estaba allí apuntado. De repente la tranquilidad del lugar se vio truncada por el sonido de una melodía. No sonaba muy lejos de ellas, pero no acababan de encontrar el origen de la señal. Al final descubrieron que el móvil se hallaba en el interior de un enorme lentisco. Una vez localizaron el celular en el arbusto apenas les costó hallar junto a él una camiseta supuestamente de Eduardo y su cartera. Del muchacho no había ni rastro.
- ¡Qué extraño! Aparece ropa, móvil y cartera pero ni rastro de él. – dijo Rocío.
- No quiero ser supersticiosa pero me suena que las anteriores desapariciones en esta zona siguieron aparentemente las mismas pautas que en este caso.- dijo Lucia.
- Mira eso parece sangre. – dijo Rocío señalando una roca ligeramente teñida de rojo.
Sí que lo es, aunque no sé si pertenecerá al muchacho o a un animal. Llamemos al capitán Gutiérrez e informémosle inmediatamente
Los rayos de sol comenzaban a despuntar sobre el horizonte. El día amanecía sin apenas ninguna nube en el cielo. Nada hacía pensar que las jornadas anteriores habían sido tan lluviosas y desapacibles. Se respiraba vida. En aquella bella localidad el aire era tan limpio que llegaba a percibirse las esencias de las plantas aromáticas que crecían en las cercanas montañas.
Las ovejas del tío Morretes lo sabían y por ello, hoy balaban con más intensidad que nunca al salir del corral y poner rumbo al monte. El tintineo de los cascabeles de las que dirigían el rebaño se podía percibir desde cualquier rincón de la entrañable aldea. Las lluvias habían provocado un resurgir de la vegetación. Hoy el tío Morretes estaba feliz. Después de tener varios días encerradas las ovejas en el corral por fin podía sacarlas a pastar, con el consiguiente ahorro de dinero en pienso.
A Eduardo le encantaba despertarse con el sonido que emitían las ovejas al pasar bajo su ventana. El muchacho tenía 21 años, y aunque residía en Valencia, solía acudir todos los fines de semana con sus padres a la aldea. Desde muy pequeño sentía un profundo amor por la naturaleza en parte gracias a su abuelo. Éste había trabajado como vigilante de un coto de caza en una zona cercana a allí. Por desgracia falleció cuando Eduardo era un niño, o eso le habían contado sus padres. Otra afición que compartía el muchacho con su abuelo era un amor apasionado hacia las abejas y el antiquísimo arte de la apicultura.
Eduardo era un joven alto y de complexión delgada pero con brazos bastante musculados. Por cuestiones de genética, por mucho que comiera no conseguía engordar. El muchacho era bastante guapo poseyendo los rasgos típicos del español medio, ojos marrones y pelo castaño. En la universidad gozaba de bastante éxito entre las féminas pero pensaba que no era momento aún de conocer el amor de su vida. No tenía prisa por encontrar a la madre de sus hijos, pues como pensaba a menudo, ésta podía aparecer en el momento y lugar menos esperado.
Villatoya, que así se llamaba la aldea, apenas contaba con 50 vecinos, y prácticamente todos eran de la misma familia. Ésta se hallaba en la provincia de Albacete. Un bello río la atravesaba y regaba sus huertas. Sin embargo lo más conocido
de la zona no era la aldea sino dos balnearios que se ubicaban en la cercanía de ésta. Con frecuencia solía comentar a sus amigos que su pueblo era su verdadero amor.
Los gritos de su madre le hicieron volver a la realidad.
- Eduardo baja a desayunar- gritó su progenitora.
- Ya bajo mamá.
La madre de Eduardo se llamaba Amparo. Trabajaba en Valencia en una oficina de correos. El padre de Eduardo se llamaba Luis y trabajaba en Valencia como repartidor de bebidas. Ambos tenían una edad cercana a los 50 años y eran naturales de Villatoya pero habían emigrado a la ciudad durante su juventud.
El muchacho puso una cara de asombro al ver el suculento manjar que le había preparado su madre para desayunar ese día. Éste consistía en tostadas con miel y nueces y una gran jarra de zumo de naranja.
- Quiero que cojas fuerzas que las vas a necesitar.- le dijo su madre.
- ¡Qué rico! Me encantan las tostadas con miel.- dijo Eduardo.
- Come y acude a ayudar a tu padre. Está junto al Balneario podando unos cerezos.-
- Esos frutales no valen para nada. Lleva años cuidando esos campos sin recoger ni un solo fruto. Los abuelos que frecuentan el balneario le roban la cosecha todos los años.
- No digas tonterías hijo. Tu padre dice que son las cabras montesas y las urracas.
- No me lo creo. Son los jubilados del balneario. Tanto relax todo el día que cuando salen de allí a pasear tienen una energía explosiva y cuando no roban cerezas le quitan higos al tío Andrés.
- ¡Qué exagerado eres hijo!
Eduardo devoró con ansia el desayuno que le había preparado su madre. Se despidió de ésta y salió con premura de su domicilio. Tenía tareas importantes que realizar y ninguna de ellas era ir a un campo de cerezos.
Su abuelo fue un importante apicultor de la zona. El muchacho tenía constancia de que muchas colmenas de éste estaban dispersadas por la comarca, si bien desconocía la ubicación y el estado de ellas. Se había propuesto que este fin de semana encontraría alguna. Para ello contaba con su amigo de la infancia.
Agapito era el único joven de la aldea que vivía allí todo el año. El muchacho se ganaba la vida haciendo trabajillos para sus vecinos tanto de tipo doméstico como agrario. Era una persona muy habilidosa con las herramientas llegando a haber arreglado la motocicleta de Eduardo en más de una ocasión. Su aspecto físico contrastaba con el de su amigo. Sentía verdadera pasión por devorar carne sin ningún tipo de control lo cual le conllevaba el sobrepeso que tenía en la actualidad.
Eduardo pensó que un buen comienzo para sus investigaciones sería visitar a la tía Joaquina. No era familiar suya pero siempre le había tratado como tal. De joven había sido novia de su abuelo. La mujer tenía más de 90 años pero siempre presentaba un aspecto jovial envidiable. La gente decía que en su cabeza había más información que en una enciclopedia. Su lucidez era increíble y a pesar de su avanzada edad vivía sola en una casa situada junto al abrevadero de la aldea. Su problema más preocupante de salud era la enorme sordera que padecía. Por ello le costó escuchar los golpes que Eduardo estaba dando a la puerta de su vivienda.
- ¿Quién es?- preguntó la anciana mientras se dirigía con paso lento hacia la entrada de su casa.
- Soy Eduardo - contestó el muchacho.
La mujer mostró una enorme alegría al verlo. Cada vez que veía al muchacho le recordaba a su abuelo, su amor de la adolescencia. Le extrañaba la presencia de Eduardo en su casa pues últimamente lo veía muy poco. Con paso lento se dirigió hacia la puerta.
- ¿Qué quieres bonico?
- Quisiera hacerte unas preguntas sobre mi abuelo.
- ¡Qué gran hombre! Lástima que otra se me adelantara.- dijo riendo la anciana.
- No digas eso. No hubiera nacido yo- dijo Eduardo esbozando una gran sonrisa.
- Recuerdo con nostalgia los años en los que éramos novios. Apenas teníamos 17 años. Estaba tan enamorado de mí, que incluso se hizo un tatuaje con mi nombre durante su Servicio Militar. Fue una lástima su desaparición. Lo añoro mucho.- dijo la tía Joaquina.
- El pobre murió joven. Creo que su edad era un poco superior a los 75 años. Recuerdo que falleció unos días después de mi noveno cumpleaños.
- ¡Qué tonterías dices muchacho! Tu abuelo desapareció sin dejar rastro. Nunca se confirmó su muerte ni se encontró su cuerpo.
Eduardo no daba crédito a las palabras de la anciana. Le habían comentado que la tía Joaquina gozaba de una gran salud mental pero el comenzaba a dudar de que esto fuera cierto.
- Tía Joaquina, mi abuelo murió, no desapareció. ¿No lo recuerda usted?- dijo Eduardo bastante preocupado por la mujer.
- No estoy loca joven. Tu abuelo desapareció. Durante más de tres meses cerca de 100 personas peinamos todo el bosque en su búsqueda. Por desgracia nunca más se supo de él.
La seguridad de la anciana empezaba a hacer mella en Eduardo que comenzó a pensar que sus padres estos años lo habían tenido engañado con la versión de la muerte de su abuelo. Le vino la memoria que en aquella época no viajó al pueblo durante varios meses y seguramente coincidiría con el tiempo en el que se buscó el paradero de su abuelo.
- ¿Qué se sabe de su desaparición tía Joaquina?-
- Yo fui la última persona que vio a tu abuelo.. Esa mañana nos cruzamos en la plaza de la Iglesia. Él se dirigía con la furgoneta cargada de colmenas hacia el Risco del Diablo. Decía que aquella zona estaba llena de plantas melíferas en flor. Yo le dije que no fuera allí porque era una zona peligrosa pero me hizo caso omiso.- dijo la anciana.
- ¿Por qué dices eso?
- Los cronistas del pueblo describen ese lugar como una zona misteriosa donde a lo largo de la historia han ocurrido extrañas desapariciones de personas. La última anterior a la de tu abuelo data de 1939, en plena contienda civil. En ese año una muchacha de 20 años desapareció misteriosamente cuando se hallaba en el entorno del Risco del Diablo. Dado que su padre era comunista, siempre se pensó que la muchacha había sido asesinada por el bando nacional para ser posteriormente enterrada en una fosa en algún lugar desconocido. A pesar de ello, los más ancianos del lugar siguen teniendo muchas reticencias a ir por ese extraño y misterioso lugar- dijo la tía Joaquina.
- No sé. Yo no creo en supersticiones. ¿Nunca se halló ninguna pista sobre el paradero de mi abuelo?
- Hubo algo que desconcertó totalmente a los investigadores que llevaban el caso. Aquello no tenía ninguna explicación.
- No me dejes en ascuas. ¿De qué me estás hablando?
- En el Risco del Diablo apareció su cinturón, su cartera con toda su documentación y su dinero. Ni rastro de él.
- ¡Qué extraño! Supongo que eso significa que nadie le atacó para robarle el dinero.
- Pues sí, y más teniendo en cuenta que ese mismo día había extraído bastante dinero del cajero.- dijo la anciana.
- ¿Hubo algún indicio o pista que ayudara a resolver el misterio de la desaparición?- preguntó Eduardo.
- La Guardia Civil halló junto a sus pertenencias una gota de sangre. Posteriormente se analizó y se corroboró que pertenecía a tu abuelo.- dijo muy triste la anciana.
De repente Eduardo hizo una pregunta que desconcertó a la tía Joaquina.
- ¿Sabes si llegó a colocar allí las colmenas que transportaba en la furgoneta?
- Allí no se te ha perdido nada Eduardo. Ni se te ocurra ir. No te debía de haber contado esta historia.- dijo la mujer enfadada.
- Gracias por todo tía Joaquina. Tranquila. Voy ahora a ayudar a mi padre a podar los cerezos.- dijo Eduardo mientras daba un beso a la anciana y se despedía de ella.
El muchacho dedujo que la respuesta a su pregunta había sido afirmativa por la forma en que contestó la anciana. Por fin iba a encontrar las primeras colmenas de su abuelo. Teniendo en cuenta que se encontraban en una zona poco transitada y con mucha vegetación seguramente estarían con abejas y en buen estado de conservación. El siguiente paso sería ir a casa de Agapito y pedirle que lo acompañara hasta el Risco del Diablo.
Ese día el amigo de Eduardo se hallaba pintando la fachada del bar de sus padres. Éstos regentaban el único local comercial de la aldea. Su negocio hacía las veces de panadería, carnicería y lo que hubiere menester.
- Hola Eduardo, ¿Cómo estás?- dijo Agapito al ver a su amigo.
- Bien. Necesito pedirte un favor. ¿te queda mucho para acabar de pintar?
- Ya he finalizado prácticamente. ¿En qué te puedo ayudar?
- Me gustaría que me acompañaras con tu coche a un lugar.
- ¿Por qué no vas con el tuyo?- preguntó Agapito.
- El mío tiene el maletero muy pequeño, y quiero introducir en él las colmenas que espero encontrar.
- De acuerdo te acompañaré.- dijo su amigo mientras bajaba de la escalera a la que se hallaba subido.
- No quiero que digas a nadie donde vamos a ir- dijo Eduardo ante la mirada asombrada de su amigo al oír estas palabras.
- ¿Dónde quieres ir?
- Quiero me lleves hasta el Risco del Diablo. Según tengo entendido allí se encuentran varias colmenas de mi abuelo.-
- Estás loco chaval. Esa zona es muy peligrosa. No se atreve a ir por allí ni Morretes con su rebaño de ovejas- le contestó Agapito.
- No me seas cobarde. ¿No creerás en supersticiones de abuelas? Ayúdame y te prometo que en el futuro te compensaré con la venta de la miel que espero obtener.
- Yo te esperaré en el coche al pie de la montaña. Tendrás que ascender al Risco tu solo.- dijo asustado Agapito.
- Vale… Mejor eso que nada. Vámonos ya. Antes pasaremos por la casa de mi abuelo a por el equipo de apicultor. He cogido la llave sin que se diera cuenta mi madre- dijo Eduardo.
El Risco del Diablo se hallaba a unos 7 kilómetros de Villatoya, si bien, la distancia parecía mucho mayor debido a que el camino por el que se llegaba hasta allí se encontraba en condiciones penosas. Era una pista pedregosa que en sus primeros kilómetros discurría junto al río Cabriel para adentrarse luego en dirección a la sierra. Mientras que la ilusión de Eduardo iba en aumento su compañero de viaje experimentaba sensaciones opuestas a las de su amigo. Tras unos minutos en los que los amortiguadores del vehículo se habían puesto a prueba comenzaron a divisar la impresionante mole.
La principal característica del Risco no era su altura sino su difícil acceso a la cima. Se hallaba formado en su mayoría por grandes piedras basálticas que le daban una peculiar tonalidad oscura que le hacía destacar en el entorno.
- Ya hemos llegado- le dijo Agapito a su amigo mientras apagaba el motor de su vehículo.
- Es impresionante la montaña.- dijo asombrado Eduardo.
- ¿Qué es esa mancha de sangre?- preguntó asustado Agapito señalando el asiento.
- No sé qué dices. –dijo Eduardo.
- Llevas algo de sangre en la mano.-
- Me debí de hacer algún pequeño corte mientras buscaba el traje de apicultor. Tuve que apartar mucho trasto viejo de mi abuelo para encontrarlo.-
- Me has ensuciado el asiento. Mi padre me va a matar. Ayer limpió el coche.
- No te preocupes. Me comprometo a eliminar esa mancha cuando acabe con esto.
- Da igual. Las manchas de sangre no se eliminan tan fácilmente. Te lo dice uno que lleva toda su vida haciendo la matanza del gorrino. Eduardo haz rápido lo que tengas que hacer que quiero regresar a mi casa cuanto antes.- dijo Agapito.
- No tardaré. Te lo prometo. Muchas gracias. Eres muy buen amigo- dijo Eduardo.
- Ves con mucho cuidado en el ascenso. La poca gente que ha subido dicen que hay una senda que conduce hasta la cima sin tener necesidad de trepar por ninguna roca- dijo Agapito asustado.
- En 20 minutos como máximo estoy de vuelta. No te preocupes- dijo Eduardo dando un fuerte abrazo a su amigo.
Tras andar unos 300 metros a través de un campo de cultivo abandonado el muchacho pudo divisar el comienzo de la senda donde se iniciaba el ascenso al peñasco. Ésta comenzaba junto a un olivo centenario de gran porte. La montaña estaba cubierta de un espeso sotobosque en su mayoría brezos, jaras, espliegos y otro tipo de plantas aromáticas. Se hallaban en su época de mayor esplendor. El intenso y plácido aroma de sus flores no encajaba con un lugar siniestro. Este es el paraíso para las abejas, pensó Eduardo.
La senda era muy difícil de seguir por la gran cantidad de plantas que crecían en torno ella. Sin lugar a dudas, por allí hacía mucho tiempo que nadie había transitado. Pronto se dio cuenta que su amigo estaba equivocado sobre la descripción de la ruta. La senda se acababa al pie de unas enormes rocas. La única forma de alcanzar la cercana cima era trepando por ella. Apenas 20 metros le separaban de su objetivo. Según las indicaciones que le habían dado en la parte superior había una pequeña llanura donde deberían estar colocadas las colmenas de su abuelo.
Eduardo poseía una gran forma física por lo que pensó que era capaz de llegar hasta la parte superior. Las rocas presentaban muchos salientes y huecos que le vinieron a la perfección al muchacho para poder avanzar con seguridad en su ascenso. Lo que no tuvo en cuenta Eduardo era que las piedras estaban muy húmedas por las lluvias de días anteriores y, por consiguiente, resbaladizas. En un momento dado se agarró a una vieja raíz que salía de la roca. Grave error de principiante pues ésta no pudo soportar su peso y se rompió. Eduardo no tuvo tiempo de reacción y asistió aterrorizado como perdía el equilibrio y se precipitaba, lanzando antes un alarido de desesperación.
El grito fue escuchado por Agapito que tras unos minutos de gran nerviosismo consiguió reponerse y pedir ayudar. Se encontraba paralizado de miedo y se sentía incapaz de ir a buscar a su amigo. Nunca debieron de ir allí. Aquel lugar por el motivo que fuera estaba maldito.
No pasaron más de 30 minutos de la llamada telefónica de auxilio, cuando Agapito pudo divisar a lo lejos como un todoterreno de la Guardia Civil se dirigía hacia él a gran velocidad. En este periodo de tiempo no había cesado de llamar repetitivamente por teléfono a su amigo. Recibía tono de llamada pero nadie contestaba a la otra parte de la conexión.
Los dos miembros de la patrulla de la Guardia Civil procedían del cuartel de Requena, un pueblo ubicado a unos 35 kilómetros de su aldea. Agapito reconoció enseguida a la pareja de agentes. Se trataba de dos mujeres, hecho extraño en el cuerpo donde la mayoría eran hombres. Una de ellas era Lucia, una bella gaditana cuya edad rondaría los 35 años de edad .La otra más joven era Rocio. Ésta hacía poco tiempo que había finalizado su formación en la academia de Úbeda. Ambas eran muy conocidas en la zona por los controles de alcoholemia que solían realizar. A Agapito en más de una ocasión le habían hecho soplar, sin haber dado positivo ninguna vez, no porque no bebiera sino porque su grasa corporal neutralizaba el alcohol que tomaba.
- Buenos días. ¿Nos ha llamado usted?- preguntó Lucia
- Sí.- dijo Agapito temblando.
- ¿Qué le sucede? Tiene muy mala cara.- le dijo Rocio.
- Hace una hora vinimos hasta aquí mi amigo Eduardo y yo. Nosotros vivimos en Villatoya. El quería subir hasta el Risco del Diablo en busca de unas colmenas que había colocado su abuelo allí hace muchos años. A mi esta zona me produce mucho temor y le dije que lo esperaría en el coche. Al cabo de un tiempo de iniciar el ascenso escuché un grito de pánico de mi amigo. Yo creo que le ha pasado algo.- dijo Agapito llorando.
- No se preocupe. Ahora iremos yo y mi compañera. Usted quédese en el coche. Antes dígame el número de teléfono del móvil de su amigo y en qué dirección se marchó.-
- Hay una senda que conduce hasta la cima. Imagino que Eduardo siguió ese camino. Atraviesen ese campo de cultivo abandonado y verán después un olivo muy viejo. Allí comienza la senda que conduce a la cima de la montaña.- dijo Agapito mientras le entregaba un papel donde había apuntado el número de teléfono de su amigo.
No les costó mucho a las dos agentes hallar la ruta de ascenso al Risco. Ambas habían oído hablar de esta extraña zona en más de una ocasión, pero tanto una como la otra no creían en supersticiones.
- ¿Qué crees le habrá ocurrido al muchacho Lucia?-
- Pronto lo sabremos Rocio. Se habrá despistado y no escuchará la llamada del móvil.-
De repente observaron asombradas que la senda finalizaba bruscamente. Delante de ellas se alzaba una gran mole de roca basáltica de difícil acceso. Entonces comenzaron a gritar el nombre del muchacho en repetidas ocasiones. A pesar de la insistencia y en dejarse medio pulmón en el intento, no hubo respuesta de Eduardo.
- ¿No me digas que tienes en mente trepar por esa roca Rocío?- preguntó Lucia asombrada.
- Por aquí no se ve ningún rastro del muchacho. Tenemos que ver si se encuentra en la cima. Según su amigo ese era su verdadero objetivo.- dijo Rocío.
- Tú eres más joven y acabas de salir de la Academia. Tienes una forma física de la cual yo carezco. Yo no me veo capaz de subir por esa roca.-
- Espera voy a hacerle una llamada con mi móvil al número del muchacho desaparecido. Concéntrate al máximo por si escuchas algo.- dijo Rocío.
- De acuerdo. Llama cuando quieras.
Rocío extrajo de su bolsillo el papel que le entregó Agapito y comenzó a marcar el número que estaba allí apuntado. De repente la tranquilidad del lugar se vio truncada por el sonido de una melodía. No sonaba muy lejos de ellas, pero no acababan de encontrar el origen de la señal. Al final descubrieron que el móvil se hallaba en el interior de un enorme lentisco. Una vez localizaron el celular en el arbusto apenas les costó hallar junto a él una camiseta supuestamente de Eduardo y su cartera. Del muchacho no había ni rastro.
- ¡Qué extraño! Aparece ropa, móvil y cartera pero ni rastro de él. – dijo Rocío.
- No quiero ser supersticiosa pero me suena que las anteriores desapariciones en esta zona siguieron aparentemente las mismas pautas que en este caso.- dijo Lucia.
- Mira eso parece sangre. – dijo Rocío señalando una roca ligeramente teñida de rojo.
Sí que lo es, aunque no sé si pertenecerá al muchacho o a un animal. Llamemos al capitán Gutiérrez e informémosle inmediatamente