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Letras en el pavimento I

Letras en el pavimento I

15-02-2013

Contemporánea cuento o relato

  • Estrella vacía
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Letras en el pavimento es una selección de cuentos que escucha la voz de las calles que trazan cualquier ciudad. La calle actúa como el espectador pasivo, silencioso y mudo, sobre el cual los protagonistas escriben sus historias, engaños y aspiraciones. 

La soledad, la muerte, el engaño, el amor, el viaje y el adiós son solo algunos temas que se encuentran en los cuentos, que bien podrían tener nexos en común. El punto de encunetro siempre es el mismo: La calle. 

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

Mar amarillo.
 
Los gritos del aceite hirviendo se perdían en la dirección del viento, las ardientes olas aceitosas chocaban con las paredes metálicas de una vieja olla puesta sobre el fuego, y las sopaipillas surgían del mar amarillo como bestias desconocidas de las profundidades avísales. Desde el cielo seguían escupiendo gotas de mar que volviendo al origen amenazaban con quemar a quien estuviese cerca. Salían de su escondite para caer en páramos blancos que absorbían su humedad apetitosa. De mano en mano, terminaba así su efímera existencia.
Elba tenía que soportar todas las tardes las conversaciones sin sentido de los niños que al salir del colegio, se reunían a comer sopaipillas junto al carro en Matucana. Juntaban entre todos las monedas, muchas de ellas de a 10 pesos, a veces faltaban algunas, pero Elba había terminado por ignorarlo. Veía en aquellos chicos, más allá de sus pantalones anchos con bastas gastadas, la camisa sebosa fuera del pantalón y los bolsos raídos que dejaban sin cuidado en el suelo, eran para ella una aproximación a los tiempos de madre que se perdían en la distancia. – ¡Oye, para, para! ¿Crei que me regalan la mostaza?- les decía, pero su rostro cedía a las miradas vacías de los niños que comían lentamente quizás su mejor alimento del día. Y luego, tirando las servilletas grasientas a la caja que usaba por basurero y dándole las
gracias, los veía desaparecer por la calle, dándose golpes, riendo y escupiendo al suelo.
Dentro de su extensa clientela de escolares, borrachos, mujeres obesas y trabajadores exhaustos, había un tipo que le resultaba especial, no era más que un simple borracho, salía todos los viernes y fines de semana de la Quinta cuando ésta estaba próxima a cerrar, poseído por el alcohol y buscando silenciar su hambre brutal. Caminaba tambaleante a comprar a su carro. Muchas veces le decía que solo le gustaba sentir el olor y ella al darse cuenta que no tenía dinero pero si mucha hambre, le regalaba una sopaipilla junto a una coqueta sonrisa. El borracho quien terminó por acostumbrarse le decía constantemente que su similitud con las actrices gringas era sorprendente, y en uno de sus tantos escapes de picardía le regalaba lo único que tenía: piropos de calle que ruborizaban a la mujer hasta que sobrevenían los recuerdos de su esposo. -Tan tonto que es el pobre, me dice todo eso para no sentirse culpable por la sopaipilla que está comiendo, pero que siga.- Un día el hombre se le había acercado hasta poner su boca de escasos dientes en la oreja de la mujer, más que las sucias palabras fue el tufo agrío, lo que lo hizo merecedor de la cachetada más grande de su vida. Después de eso se levantó indignado, jurando por Dios y la virgen no volver nunca más. A los 2 días se estaba disculpando con la mujer, diciendo para sí –Son las sopaipillas, no ella, las sopaipillas.
Los días pasaban y sentía sus huesos cada vez más frágiles, escarchados por un hielo oscuro que le recorría el cuerpo. Cada día cuando el aceite se vuelve oscuro, y flotaban sobre él trozos calcinados de masa,
Elba hecha a volar la melancolía del adiós, sabe que el día está cerca, no quiere rendirse aun cuando sabe que su cuerpo ha perdido la batalla hace mucho tiempo. Abandonar para siempre su puesto histórico en el sector significaría sumirse en una vida de soledad y olvido, nada que hacer en su hogar más que sentirse inútil. Mis padres me enseñaron que sin trabajo no vive nadie, se decía y dificultosamente se sentaba en su cajón de manzanas a esperar una nueva venta. Tal vez sea este el momento oportuno, sentía no solo los pies escarchados, también sus manos, brazos y espalda, su pecho había superado ese estado y se encontraba totalmente congelado. Ni aun el calor de las sopaipillas friéndose, ni el sudor que le bajaba por la frente, la espalda y el seno la hacían sentir viva. Los piropos calientes del borracho se convirtieron en palabras sin sentidos y la infantil actuación de los niños no fue más que un doloroso regreso a un pasado que quería olvidar.
El sol comenzaba a esconderse y las luces de las calles daban la bienvenida a la noche sin piel. Mirando la luz de la luna hipócrita, Elba se debatía en dar o no el paso definitivo, pensando en las consecuencias y su vida posterior. ¿Hasta cuándo se puede ignorar la muerte? ¿Cuánto tardamos en comprender definitivamente que estamos solos? Cerró los ojos por unos segundos, todo fue una sinfonía sin luz, el chillar del aceite quemándose, los pasos monótonos y el llanto del cielo golpeando el pavimento, los autos transitando por la calle y los garabatos de los choferes, me vende una sopaipillas, ¿Señora? Una por favor. Y el sonido se hacía lejano, las monedas golpeándose en una palma desconocida, señora, señora, se mezclaba la melodía y la lluvia era de aceite
hirviendo, los pasos en la calle y los autos en el pavimento, me vende una sopaipilla le decían las estrellas o quizás la luna, el viento y la lluvia la sujetaban mientras caía de rodillas y se hundía, la tomaban del brazo fuertemente, y el sonido del cajón de manzanas cayendo, el frío húmedo en las pantis, ¿señora? Le decía la calle y el carro, sentía sus ruedas ya muy lejos de sus manos, la voz la preocupada y la indiferente, los pasos que no se percataban, la sirena y el canto de la oscuridad infinita.

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