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Primer capítulo

~~EL TRABAJO


Rafael empezó a trabajar cuando tenía doce años.
No fue por necesidad porque, sin ser ricos, su familia nunca había faltado de nada. Tenían un refrigerador donde había comida y tenían ropa para abrigarse del frío. Su madre hasta poseía una lavadora, lo que en esa época, era todo un lujo y habían comprado, poco tiempo atrás, un televisor blanco y negro.
No, no se puso a trabajar por necesidad. Se puso a trabajar porque quería tener un dinero, una propina sin tener que pedirlo a sus padres.
Al volver de la escuela, pasaba por delante de una tienda que hacia esquina en la calle donde vivían.
A Rafael le gustaban las chocolatinas. Especialmente las que estaban rellenas con praliné, una exquisita combinación a base de avellanas mezcladas con algunos otros ingredientes deliciosos. Tenía una técnica para disfrutarlas: con la lengua, pegaba el trozo de chocolatina al paladar y dejaba que se derritiese lentamente, salivando y succionando el jugo de chocolate avenallado con los ojos cerrados.
Ya había pasado delante de la tienda cuando, ese día, se despertaron en Rafael unas feroces ganas de chocolate. Sin pensarlo más, dio media vuelta y empujó la puerta de la tienda.
Al abrirse, la puerta sacudió el carillón metálico que estaba colgado por encima y las campanaditas soltaron su melodía desordenada.
Un señor barrigón de unos cincuenta y tantos años atendía una señora de más o menos la misma edad.
— Y con eso, ¿qué más le sirvo, señora Dubois?
— Creo que bastará para hoy, señor Schonbroed, ¿Cuánto le debo?
El señor Schonbroed ya estaba haciendo cálculos en un trozo de papel con su lápiz. Levantó el rostro y dijo sonriendo:
— Solo cincuenta y dos francos, señora Dubois.
La señora Dubois sacó su monedero refunfuñando:
— Solo cincuenta y dos francos, solo cincuenta y dos…
El tendero creyó útil agregar, colocando el lápiz detrás de su oreja:
— Es que las zanahorias han aumentado.
— Sí señor Schonbroed, ya lo sé, siempre es la misma historia: ¡Todo aumenta!
La señora Dubois pagó con un billete de cien francos, que tenía impreso el retrato de Mercator, el famoso cartógrafo. El negociante le devolvió su vuelto.
— Hasta la próxima, señora Dubois.
— Hasta luego.
El regordete comerciante se tornó hacia Rafael.
— Y para ti, ¿Qué será?
— Una chocolatina praliné.
— Están ahí, a tu derecha, escógela tú mismo.
Rafael tomó una chocolatina de marca Côte d’Or y se volvió hacia el mostrador.
— Cinco francos con cincuenta céntimos.
El joven puso su mano al bolsillo y saco unas monedas. Empezó a contarlas. Cinco francos con treinta céntimos. Le faltaban veinte céntimos.
— Señor Schonbroed, me faltan veinte céntimos, pero después de ir a casa puedo venir y trabajar para usted y pagarle así lo que le debo.
El gordo se puso a reír.
— Pagarías lo que debes trabajando, ¿he? ¿Por qué no? Aquí siempre hay algo que hacer.
* * *
Esa noche, Rafael durmió como un yunque.
En la tarde, llegó a su casa, hizo rápidamente sus quehaceres para la escuela, luego se tumbó en la butaca de su papá, cruzó sus piernas flacas y sacó la chocolatina.
La saboreó como le gustaba hacerlo: emitiendo un zumbido involuntario casi inaudible. Cuando acabó, se chupó los dedos pegajosos de chocolate y se separó de la profunda butaca. Corrió hacia la puerta que daba a la calle lanzando un:
— ¡Ya vuelvo, má!
— ¡Vuelve para las ocho! le gritó su madre desde la cocina.
— ¡Sí!
Con la ventana de la cocina abierta, había una corriente de aire y la puerta se le escapó de la mano cerrándose dando un portazo. Rafael escapó pitando antes de que su madre lo regañe.
Cuando empujó la puerta de la tienda, solo estaba la señora Schonbroed.
— Buenas tardes señora.
— Buenas tardes muchachito. ¿Qué puedo servirte?
— Nada gracias. Le debo al señor Schonbroed veinte céntimos y le propuse venir a trabajar para pagarlos.
La señora Schonbroed alzo una ceja, giró su busto hacia atrás y llamó:
— ¡Marcel!
El señor Schonbroed dejo escuchar primero su paso pesado antes de aparecer.
— Este muchacho dice que viene a trabajar.
— ¡Ah, eres tú! Si, este chico nos va a ayudar.
— Pero…
De un gesto de la mano, Marcel Schonbroed cortó la palabra a su esposa de un tono sin réplica.
— Hablaremos más tarde.
Volteó la cabeza preguntando:
— Y tú, ¿Cómo te llamas?
— Me llamo Rafael, señor.
— Rafael, hum, no eres de aquí, ¿cierto?
— No señor, soy español.
— Da igual, para trabajar es lo mismo. Sígueme.
Rafael siguió al señor Schonbroed ladeando el mostrador y llegaron a la trastienda.
El adolescente nunca había visto la trastienda. Le pareció que era la cueva de Ali Baba. Había estanterías a montones y todas cargadas de mercadería.
Anaqueles repletos de latas de conservas; de arvejas, de guisantes, de atún, de habichuelas, otras repisas con productos de limpieza pero lo que caracterizaba las estanterías es que tenían muy poco espacio entre ellas. Rafael se preguntó cómo hacia el señor Schonbroed para desplazar su cuerpo redondo entre esos estrechos pasillos sin que nada caiga.
La mirada afilada de Rafael detectó el paradero de las chocolatinas y sonrió. Atravesaron la trastienda y llegaron a la entrada trasera. Dejaron la puerta a un lado y alcanzaron una pieza minúscula que tenía una trampilla con una tapa de madera en el medio del suelo.
El señor Schonbroed se agachó soplando aire, agarró el anillo de hierro de la trampa, abriendo el acceso al sótano de un tirón. Se enderezó y dijo señalando un interruptor en el muro:
— Aquí tienes el mando de la luz del sótano. Ahora sígueme.
Pasó por delante de Rafael y abrió la puerta trasera. Salió de la casa y cruzó la carretera hasta una furgoneta aparcada debajo de un castañal, en la plazuela delante de la escuela primaria. Sacó unas llaves del bolsillo y abrió las puertas posteriores del vehículo. Estaba llena de cajas de botellas.
— Vas a descargar las cajas y llevarlas hasta el sótano, ¿Sí?
— Sí señor.
Rafael empuño el asa de una caja de Coca-Cola y la tiró hacia él, arrastrándola sobre el piso del furgón. Cuando la caja estuvo al borde de la plataforma, el muchacho agarró la caja con sus dos manos y la levantó. Cruzó la calle, entró en la tienda por detrás y llegó a la trampa. Posó la caja en el suelo al lado del agujero y respiró hondamente echando una ojeada en la abertura oscura. Fue hasta el muro y prendió la luz. Volvió a la trampa y vio que debajo del orificio había una escalera de mano apoyada contra el borde de la trampa. La gradilla de madera estaba casi vertical y los escalones eran de madera redonda pulida por el uso.
Rafael se agachó y puso sus manos de una y otra parte de la trampa abierta y dejó caer su cuerpo dentro del orificio. Buscó los escalones con sus pies y se aseguró con el pecho fuera. Agarró la caja de doce botellas de Coca-Cola y la arrastró hasta que quede en equilibro al borde del orificio. Bajó la caja hasta el sótano teniendo la caja de una mano, con la otra mano agarraba y soltaba los barrotes, uno por uno, hasta llegar abajo.
Echó una ojeada y notó que las cajas de Coca-Cola estaban a la derecha. Apiló la caja sobre otra que tenía botellas vacías y subió alegremente. Cuando llegó arriba, Marcel Schonbroed exclamó:
— ¡Ah sí! Que no se te olvide subir las cajas con botellas vacías para ponerlas en la camioneta.
Rafael hizo una mueca y volvió a bajar para buscar una caja de botellas vacías.
Cuatro horas más tarde, la camioneta estaba llena de cajas de botellas vacías y el sótano lleno de cajas de botellas llenas.
El señor Schonbroed opinó:
— Eres flacucho y pareces débil pero tienes fuerza escondida, Rafael.
El muchacho infló el pecho de orgullo pero en realidad estaba agotado. Eran cajas de doce botellas de litro en vidrio y pesaban su peso.
El comerciante prosiguió:
— ¿Qué te parece si vienes a trabajar todas las tardes, después de la escuela?
Rafael no lo había pensado pero le pareció una excelente idea.
— Sí, claro señor. ¿Vuelvo mañana entonces?
— Si, mañana a la misma hora, pero dime: ¿Cuánto quieres cobrar?
Rafael no tenía idea de cuánto podía valorar su trabajo.
— No sé. ¿Cuánto vale mi trabajo?
— ¿Que te parecen veinte francos?
Los ojos de Rafael brillaron y sus labios sonrieron, le parecía que veinte francos eran un enorme tesoro. Eran, ¡casi cuatro chocolatinas!
— Si señor, me parece bien.
El barrigudo mercader puso la mano en el bolsillo a sacó un fajo de billetes del que separó uno de color verde, de veinte francos, con el rostro joven del Rey Balduino impreso. Alargó el billete a Rafael.
— Tu sueldo para hoy, veinte francos.
Rafael tomo el billete abriendo unos ojos que parecían discos. Ese billete era el primer dinero que ganaba en su vida. Lo había conseguido con su trabajo, de sus manos. Era dinero suyo y no le debía nada a nadie.
El chico cogió el billete luego extendió la mano, con los veinte francos, al señor Schonbroed diciendo:
— Cobre sus veinte céntimos de la chocolatina, señor.
El negociante soltó una carcajada pasando su mano por el cabello del chico.
— Ya los desconté, no te preocupes.
* * *
Cuando llegó a casa, Rafael estaba acalorado.
Primero por el trabajo inhabitual que había hecho pero también por los quinientos metros de subida que tenía que recorrer para llegar a su casa. Esa subida no era muy empinada pero eran quinientos metros subiendo. Siempre caminaba más despacio para subir que para bajar pero esta noche estaba excitado, quería decirle a su padre lo que había logrado y llegó a su casa rapidísimo.
Caminando, mantenía el puño cerrado sobre el billete de veinte francos.
* * *
Su padre estalló de risa.
Rafael reía también, por contagio y porque le agradaba que su padre estuviera contento. Su madre, atraída por el ruido, vino a ver lo que pasaba. Los padres de Rafael eran asturianos y hablaban “el Bable”. Hablaban la llingua asturiana pero no pura, lo charlaban mezclándolo con castellano.
— ¿Qué te pasa Álvaro? Dijo ella entrando en la sala de estar.
Sin dejar de reír, el padre de Rafael soltó:
— Lo que me pasa, Cheres, jajajaja… ye que el guaje topó trabayu nela tienda la esquina, d’abaxu la calle, jajajaja…
— ¿Y ye eso lo que te fai reír?
— Jajajaja… ¡Sí! Jajaja…
Al día siguiente, Rafael tenía el cuerpo molido. No se quejó. Simplemente porque no estaba acostumbrado a quejarse, incluso cuando había motivo para ello.
Ese día, Rafael aprendió el valor del dinero

 


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