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La Jaula de Cristal

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27-10-2014

Ciencia ficción/fantástica novela

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En una tierra donde nada ha cambiado desde tiempos inmemoriales, comienzan a sonar voces de rebelión cuando se sienta en el trono de la Ciudad Azul una mujer cuya cordura es puesta en duda por sus propios súbditos. Por una jugada del destino, un chico sin nombre será el testigo de excepción de una trama de aventruas, misterios y traiciones donde nada es lo que parece. 

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

1 – LA POSADA

 

 

Aquel había sido el primer día soleado después del invierno y se encontraba en ese justo momento en que se presiente el abrupto cambio entre estaciones. Oleadas del aroma de la primavera llegaban a su nariz mientras se estiraba cuan largo era bajo las ramas del arce que le daba sombra. Olía a hierba fresca, a flores recién nacidas, a despertar sexual de comienzo de cortejo. Tan sólo con respirar hondo podía sentir como todo el bosque vibraba con una energía especial. Si cerraba los ojos lo apreciaba aún más claramente, corriendo por sus venas como si fuese un animal más, anulando cualquier pensamiento que no fuera el deseo de quedarse allí para siempre.

El cambio le sorprendió en medio de un satisfecho bostezo. Escupió la brizna de hierba que tenía en la boca e irguió la cabeza, escuchando atento e inmóvil. Las percepciones habían cambiado. El bosque calló. Habían llegado extraños.

Se levantó rápidamente con el corazón saltándole en el pecho y echó a correr colina abajo, rodeando los grandes arbustos de la zona y saltando los más pequeños, encontrando su propio sendero sin necesidad de buscar. Sus pensamientos no estaban ya en el embriagador despertar del bosque a un nuevo ciclo vital, ni tan siquiera en el pedregoso camino que seguían sus pies. Como los de cualquier animal amenazado, se concentraban en el peligro acechante. Si habían llegado nuevos clientes a la posada y él no estaba allí para atender a sus caballos, de poco le serviría que la primavera eclosionara en todo su esplendor y los árboles exudasen alegría por cada una de sus ramas: él tardaría muchísimo tiempo en poder disfrutar de todo ello.

Llegó a las cuadras justo un momento antes de que los visitantes asomaran por el sendero de tierra que llevaba al edificio. Había tenido suerte de presentarse a tiempo, pues los dos hombres que se acercaban eran personas de gran importancia: nada menos que señores guerreros, impecablemente uniformados bajo sus capas de viaje y cabalgando en sendos purasangres de magnífico porte. Frunció el ceño con disgusto. No le gustaban esa clase de animales, con frecuencia resultaban tan altaneros y orgullosos como sus dueños.

-¿Eres tú quien se ocupa de los caballos, chaval?- Gruñó uno de los señores desmontando de un salto.

Él bajó la cabeza y recogió las riendas en señal de asentimiento.

Cada uno de los caballeros iba acompañado de un criado, montados ambos en dos acémilas excesivamente cargadas que caminaban penosamente tratando de seguir el paso vivo de los corceles. Hubiese preferido encargarse primeramente de aquellas pobres bestias que eran quienes más necesitaban de sus cuidados, pero como de costumbre, fueron las magníficas monturas de los señores las que se llevó al abrevadero.

Tras dar de beber a los animales los condujo al establo, un edificio de madera capaz de albergar hasta quince cabalgaduras, aunque en esos momentos estaba vacío. Los amarró a los pesebres y procedió a desenjaezarlos y cepillarlos, procurando tranquilizarlos mientras lo hacía.

En realidad les dedicó mucho más tiempo del realmente necesario a las cuatro monturas. Los criados se habían arrellanado entre la paja del henil, habían amontonado sus escasas posesiones cerca de ellos y se dedicaban a compartir un pellejo de vino con el que pretendían, según sus propias palabras, sacarse de la garganta el polvo del camino. Nunca podía escuchar las conversaciones de los señores, pero hada le impedía espiar a sus sirvientes.

-¡Éste es un momento feliz por el que merece la pena brindar!– Exclamó con sarcasmo el más joven mientras elevaba el pellejo sobre su cabeza –Dentro de unas pocas horas habremos llegado a la gran ciudad de Bulne, famosa en todo el mundo por su excelente lana y por el tamaño de las pulgas que la pueblan. Creo que guardaré el recuerdo del momento para contárselo a mis nietos.

El mayor le arrebató el vino y agitó ante él un dedo admonitorio.

-Deja de quejarte. Lo único que debe preocuparte de ese lugar es que sea todo lo que tus señores esperan. Por mi parte, lo deseo de todo corazón. Odio viajar constantemente de un lado para otro, mis pobres huesos no están ya para esos trotes. Por no hablar de los de la pobre Margarita- Señaló con el pulgar a la vieja mula, que emitió un relincho apagado.

-De todas formas, no entiendo cómo los señores han podido elegir Bulne existiendo tantos otros lugares donde sería mucho más agradable perderse. Por lo que me han dicho, no es más que un poblacho de mala muerte donde el acontecimiento más excitante consiste en contemplar como los paletos se intercambian en el mercado sus lanas mohosas. Todo lo que pedía es que eligiesen una ciudad un poco más civilizada.

El otro rió, lanzándole el ya poco abultado pellejo.

–¡Una con más tabernas y prostíbulos, supongo! Eso es todo lo que tú eres capaz de desear.

-No me refería a eso.- Gruñó el joven, aunque su tono de voz no resultó muy convincente.

-De todas formas sabiendo lo que se traen entre manos éste parece un lugar de lo más adecuado.- Miró a su alrededor con suspicacia y pareció tranquilizarse al comprobar que sólo los caballos y el desharrapado mozo de cuadras podían escuchar la conversación –Puedes estar seguro de que los peces gordos han sabido elegir: ¿Quién se molesta en vigilar un miserable pueblo de la frontera?

Aquella mirada suspicaz no había pasado inadvertida para el mozo, que decidió que su presencia allí no era deseada. De todas formas los caballos ya tenían el pelaje tan brillante que si seguía cepillándoles lo más probable es que acabara por salirles calvas en el lomo. A regañadientes salió del establo dejando a los dos criados bebiendo medio escondidos en el henil.

 

Mientras sudaba acarreando cubos de agua para el ganado no podía dejar de pensar en la conversación que acababa de oír. No tenía oportunidad de escuchar muchas y aquella le parecía especialmente confusa, aunque quizá eso se debiera a lo insólito de los propios huéspedes. En los últimos días el flujo de viajeros hacia Bulne se había multiplicado a pesar de faltar mucho tiempo aún para el siguiente mercado de lana, y además los que llegaban no se parecían en nada a los rudos comerciantes de siempre. Sacudió la cabeza asintiendo a sus propios pensamientos: incluso él se daba cuenta de que aquella gente era muy diferente de la habitual.

-¡Aventureros!- Habían dicho Fivi y Larina con entusiasmo cuando él las había ayudado a acarrear la ropa sucia hasta el arroyo el día anterior.

-¿Te das cuenta? Por primera vez podemos conocer verdaderos hombres, señores guerreros acostumbrados a viajar y a vivir la vida al límite. Esos son los gallos de pelea por los que las mujeres de las ciudades pueden complacerse en perder la cabeza mientras nosotras aquí nos morimos de aburrimiento con nuestros pollos de corral.- A Larina se le ponía la voz ronca al hablar de ellos.

-¡Y además de valentía tienen muy buen gusto y mucho dinero!- Había añadido su hermana chillando de excitación –Al menos llevan unos trajes dignos de príncipes. Hasta la ropa interior es de lana de primera calidad.

-¡Vaya con mi inocente hermanita! ¿Y tú cómo lo sabes?- Le espetó la otra con malicia.

-¡Porque les hago la colada, idiota!- Bufó Fivi, y le lanzó unos calzones a la cara a Larina, que se retorcía de risa. -¿Qué te creías? Yo no soy como tú.

A pesar de que las voces de las muchachas resultaban demasiado agudas y ruidosas para sus oídos, el chico solía escucharlas con curiosidad, al menos mientras ellas no se preocupaban por su presencia y hablaban delante de él como si fuese parte del paisaje, que eran la mayoría de las veces. Cuando dirigían su atención hacia él la cosa cambiaba.

-¡Mira este bobo con que interés nos escucha! ¿Te gusta lo que decimos? Supongo que lo encontrarás fascinante.- Larina adoptaba entonces esa expresión socarrona tan característica suya y que tanto le alarmaba. –Creo que lo que de verdad le atrae es oírnos hablar de hombres.- Le dijo a su hermana –Después de todo, duerme en el establo con todos esos criados solitarios.

Ante este comentario Fivi le había mirado con cierta repugnancia.

-¿Crees que los criados hacen esas cosas con él?

-Son hombres. Hacen esas cosas hasta con las ovejas.

En cuanto la conversación recaía sobre él sentía la imperiosa necesidad de salir corriendo y refugiarse en el bosque. Sólo el miedo le retenía al lado de las bulliciosas jóvenes: ellas eran las hijas del amo y le habían ordenado ayudarlas. La sola idea de desobedecer resultaba impensable.

Sacudió la cabeza para expulsar el recuerdo de aquella conversación y continuó trabajando. Había acabado con el agua y ahora era la comida de los animales lo que tenía que llevar al corral trasero.

Durante su charla, los criados habían llamado poblacho a la ciudad de Bulne. Aquello le desconcertaba, pues todo el que pasaba por aquella posada iba en dirección a Bulne o venía de allí, por lo que en su mente se había formado la idea de que la ciudad debía de ser algo así como el centro del mundo. Los entusiastas comentarios de los habitantes de la posada cuando regresaban de allí después de asistir a alguna de sus fiestas o con ocasión de la celebración del mercado habían reforzado esa idea.

 Perplejo, comenzó a echarles las sobras del comedor a los rosados cerdos. Un tierno balido se escapó del cobertizo anexo a la pocilga. Sabía que había dos nuevos corderos allí, pero no pensaba acercarse a ellos ni mirarlos. Incluso procuró pensar que ni siquiera había escuchado su voz. Sabía muy bien lo que les gustaba a los clientes el cordero asado y el buen precio que el amo sacaba por aquel plato exquisito y por lo tanto no podía enfrentarse a la mirada de los animalitos conociendo su destino. Los cerdos eran distintos. Era capaz de observarles devorar aquellas sobras medio podridas sin apenas sentir nada. Por mucho que lo intentara, no conseguía compadecerles como lo hacía con los otros animales. En su interior comprendía que a fuerza de encierro les habían arrancado el espíritu y aquella idea hacía que se le encogiese el corazón.

Desocupó el último cubo justo a tiempo, porque las fuerzas comenzaban a abandonarle. Estaba a punto de ponerse el sol cuando se dirigió a su rincón del establo donde le estaba esperando su cena: un plato de judías y un trozo de pan. Lo devoró rápidamente, sintiendo sobre él las miradas asqueadas de los dos criados. No le extrañó en absoluto escuchar una tercera voz procedente del henil contiguo.

-Así que venís del este. ¿De qué parte? ¿De la costa? ¿De Merdiss tal vez?

La voz sonaba ansiosa y algo chillona a la vez y los criados parecían muy incómodos en compañía de su propietario.

-No, no de tan lejos- Contestó el más mayor sin dejar de mirar hacia las vigas del techo para hacer entender a aquel joven preguntón que no tenía intención de mantener con él ningún tipo de charla.

-¡Qué lástima!- Suspiró el joven –Aunque ya me lo imaginaba, nunca viene nadie desde allí. Pero tampoco habían llegado hasta ahora auténticos señores guerreros, así que no hay que perder la esperanza. Algún día pasará por este agujero alguien procedente de la mismísima Ciudad Azul al que no le importe hablarle a un tipo como yo de sus maravillas. Más aún, yo en persona visitaré la capital y ya no necesitaré interrogar nunca más a los viajeros.

El hombre mayor le dirigió una mirada que dejaba bien claro lo que le fastidiaba que ese momento no hubiese llegado ya. El otro hacía rato que se había recostado en la paja, al parecer dispuesto a hacer caso omiso del joven inoportuno. A ninguno parecía importarle que éste les suplicara con los ojos un poco de conversación.

Petrino, el criado del amo, andaba siempre revoloteando alrededor de los extranjeros, buscando su compañía y tratando de sonsacarles anécdotas y descripciones de los lejanos parajes que conocían, soportando las más de las veces su desprecio y su irritación. Todos en la posada le habían escuchado alguna vez hablar de sus sueños de abandonar aquel lugar y recorrer mundo.

-Pues deberías pensarlo mejor mozo, no es recomendable viajar en estos días. Las revueltas amenazan con estallar en todas las ciudades-estado alrededor de Merdiss.- Dijo de pronto el más joven de los criados. Su compañero lo miró sobresaltado, pero él estaba algo achispado y no se dio cuenta.

-¡Eso no es posible!- Saltó Petrino –Desde luego que nos han llegado algunos rumores sobre horribles conspiraciones, pero nunca he podido creer que los Caudillos se atreviesen a levantarse realmente.

-¡Pues créelo!- Dijo el joven con una mueca –De hecho, están a punto de hacer algo más que atreverse.

-¡Eso que dices es un sacrilegio!- Petrino parecía escandalizado.

-En realidad son sólo habladurías.- Terció el mayor de los criados tratando de calmar los ánimos. –Sólo unos pocos Caudillos descontentos que dejarán de armar jaleo en el momento en que consigan algún privilegio más o una bajada de impuestos. Siempre es lo mismo.

-Y tampoco es un sacrilegio.- Añadió el joven haciendo caso omiso de las muecas de su compañero. Al parecer había advertido el celo patriótico del provinciano y estaba dispuesto a divertirse a su costa –Los Sacerdotes apoyan a todo aquel que se rebela contra el actual gobierno de Merdiss, y se supone que son ellos los que deciden si algo es sacrílego o no.

Su compañero le dirigió una furibunda mirada.

-¿Qué estoy diciendo de malo? ¿Es que acaso no lo sabe todo el mundo? No se habla de otra cosa en todas las tabernas desde Merdiss hasta aquí. 

-No lo entiendo. Las ciudades-estado siempre han estado sometidas a la Corona.

-No siempre.- Le corrigió el joven criado con malicia.

-¡Hace generaciones que lo están!- Protestó Petrino –No creo que ahora quieran cambiar eso.

-La Reina...- Dejó la frase en el aire, disfrutando con el color violáceo que invadía el rostro del provinciano.

-¡Su Majestad es sagrada como el Sol que nos alumbra!.

-Tal vez, pero las ideas que emanan de su sagrada cabeza no parecen ser del gusto de todos. Además, corre el rumor de que dicha cabeza no funciona todo lo bien que sería de desear. Desde luego, no deben ser más que maledicencias propagadas por esos indeseables conspiradores- Se apresuró a añadir con una exagerada mueca de falso reproche.

-¡Desde luego!- Afirmó Petrino con ardor –Lo que ocurre es que creen que pueden arrebatarle el trono porque está sola y es una mujer. Ningún Aristócrata que merezca ese título haría tal cosa.-Cualquier ser humano de este mundo anhelaría ocupar el trono ¿No te parece?- Le contradijo el otro riéndose -¿Te imaginas a ti mismo cubierto de oro y brocados presidiendo una audiencia en uno de los salones de palacio?- Petrino se ruborizó –Sí, veo que te lo imaginas. Pues otros tienen esos mismos sueños y además, posibilidades de realizarlos- Concluyó el criado agitando la mano despectivamente ante él. Hecho esto se dio media vuelta en su colchón de paja y, aparentemente, se durmió.

Petrino iba a replicar algo, pero al ver que nadie le hacía ya caso se volvió hacia la puerta y salió de allí.

En el rincón más oscuro del establo el mozo, que había estado escuchando la conversación, se acurrucó entre la paja que le servía de lecho. ¿Existiría Merdiss realmente? Las historias que llegaban a sus oídos acerca de la mítica capital le parecían tan extraordinarias que en su mente estaban almacenadas en el apartado de los cuentos y las leyendas. Se durmió pensando en ello, pero antes de caer en el sueño vacío y profundo al que cada noche le conducían las agotadoras jornadas de trabajo creyó entrever tras sus párpados cerrados extraños lugares que enseguida se perdieron entre la bruma.

 

Le despertó una patada en las costillas.

-¡Eh tú, espabila! Los señores se van y quieren sus caballos preparados antes de la salida del sol.

Petrino estaba de pésimo humor. Seguramente se habría pasado la noche bebiendo, como hacía siempre que llegaban extranjeros. Mientras se alejaba observó que andaba algo envarado: sin duda al amo le había costado trabajo despertarle.

Miró fuera del establo y no vio más que oscuridad. Aún faltaba mucho para que amaneciera. Comenzó a enjaezar a los purasangres, que trataron de morderle enojados por tan intempestivo despertar.

-Estaos quietos.- Les susurró al oído, e inmediatamente los animales comenzaron a calmarse –Ya sé que es muy temprano, pero pensad que ahora os marcharéis de este sitio tan horrible. Eso debería animaros.- Colocó un bocado con esfuerzo y tiró de las riendas. -Ahora que llega la primavera el bosque está más vivo que nunca, ya lo veréis. Todos los animales salen de sus madrigueras y los pájaros cantan mejor. Eso ocurre porque buscan pareja. Por eso hay tanto movimiento.- Las sillas estaban en su sitio, un poco más y estarían listos -Y no olvidéis que podréis visitar Bulne, que no creo que sea un poblacho sino una magnífica ciudad. No es que yo la haya visto nunca, pero las chicas y Gerthe van allí a menudo y les entusiasma.- Calló al tiempo que sujetaba la última alforja: los orgullosos animales estaban ahora tranquilos y enjaezados.

-Y ahora vosotras.- Añadió con un suspiro.

Las dos mulas le miraron suplicantes cuando se acercó con los bultos y comenzó a cargarlos sobres ellas.

–Sí, ya sé que estáis cansadas, pero Bulne no está muy lejos- Dijo en tono animoso –Y cuando lleguéis allí no volveréis a viajar en mucho tiempo, creedme. Se lo he oído decir a vuestros amos. Así que no pongáis esas caras tan mustias y animaos: podréis descansar todo lo que queráis alojadas en un cómodo establo- Las miró casi con envidia- Os irá bien.

-¿Están listos esos caballos?.

El vozarrón que llegó desde el patio le produjo un violento escalofrío. Temblando ligeramente, dio una palmadita a cada una de las monturas, que salieron del establo obedientemente. Le hubiese gustado volver a su montón de paja y seguir durmiendo, pero Gerthe acudió con su desayuno como cada mañana. La mujer estaba pálida y ojerosa.

-¿Y tú que miras?- Le espetó al ver que sus ojos estaban clavados en ella –Come rápido y vete al almacén. Petrino te necesita.

Aunque semienterró obedientemente la cabeza en el plato ya había visto lo suficiente para saber que el amo la había arrastrado de nuevo a su dormitorio. No sabía qué era lo que hacía con ella una vez  dentro, pero debía de ser algo especialmente desagradable. La había visto varias veces salir llorando de allí y luego le quedaba el rostro ceniciento durante todo el día.

-¡Vamos mujer, date prisa!

El vozarrón volvió a sobresaltarle y la sopa de pan que sostenía ante su cara se desparramó por el suelo. La cubrió con la paja lo más rápido que pudo.

-¿O acaso crees que una noche de movimiento te exime del resto de tus deberes diarios?

-Cerdo- Murmuró ella –Ojalá tus hijas te cubran de bastardos.

 

El almacén olía a todas las formas de comestibles y bebidas susceptibles de ser conservadas durante semanas e incluso meses y años. Si por separado esos aromas podían resultar apetitosos, todos mezclados en una habitación con un solo tragaluz para airearse invitaban más bien a la abstinencia y el ayuno. El Amo había salido el día anterior a recorrer las granjas vecinas y, para su desgracia, había regresado con la carreta cargada de provisiones. El grano, las legumbres y los toneles de vino y aguardiente se apilaban a la entrada del fresco edificio de adobe y el montón no parecía disminuir en absoluto a pesar de los viajes que había hecho al exterior. Miró tímidamente a Petrino al pasar junto a él con un pesado saco de lentejas en los brazos y varias ristras de cebollas arrastrando por el suelo, pero el criado se limitó a fruncir el ceño mientras continuaba aplicándose trapos de agua fría sobre la frente. Sentado sobre un polvoriento barril del año anterior, Petrino se quejaba del fuerte dolor de cabeza y de las magulladuras en las costillas. Había dejado bien claro que no iba a mover un dedo para hacer aquel trabajo aunque en teoría le correspondiese a él.

A medida que el montón de la puerta iba disminuyendo, su debilidad aumentaba. Su estómago, que había comenzado gruñendo como un osezno asustado, más bien sonaba ahora como un oso adulto presa de un ataque de ira. Empezó a echar de menos su sopa desperdiciada. Ni siquiera el hedor nauseabundo de los costillares de cerdo que colgaban del techo conseguía apagar el hambre que sentía. Cuando por fin le llegó el turno a la última tinaja de aceite, estaba tan debilitado que le pareció que arrastrara un olivar entero. Ni siquiera se percató  de que Larina había penetrado en el almacén, tan silenciosa como una serpiente.

-Petri, mi pobre Petri. ¿Te duele mucho?- La voz de la joven era susurrante –Ese hombre es un bruto, pero tú tampoco deberías haberle cogido tanta afición a su vino.

-¡Déjame en paz!- Gruñó el aludido. Ella se pasó la lengua por los labios.

-Yo puedo hacer que te olvides de él, del dolor y de todo lo demás- siseó sentándose a horcajadas sobre el joven.

-No estoy de humor. Además, no estamos solos.- Petrino señaló al chico que parecía mantener una lucha a muerte con la tinaja de aceite.

-¡Ese no cuenta!- Bufó Larina con desprecio –Es como un animal.– Soltó una repentina carcajada –¿Y acaso no lo hemos hecho a veces en las cuadras, delante de los caballos?

El muchacho terminó de colocar apresuradamente la tinaja contra la pared y salió a toda prisa del almacén.

Como siempre que sentía la atención de otras gentes sobre su persona, corrió a refugiarse en el bosque: entre las hayas y los robles nadie le molestaría y allí encontraría el alimento que necesitaba para saciar su hambre.

Al atravesar la linde boscosa se sintió repentinamente reconstituido. Respirar simplemente el aire del bosque le aportaba nuevas energías. Cerró los ojos dejándose invadir por todos los sonidos de la tierra. Por muchos que fuesen, sus finos oídos podrían distinguir cada uno de ellos. Desde el tronco hueco de un árbol cercano le llegaba la respiración cadenciosa de un mapache disfrutando de su sueño diurno. Entre un macizo de flores oculto tras la maleza, el rapidísimo aleteo de las alas de un colibrí. Todo llegaba hasta él de forma natural, se descifraba en su cerebro sin que hiciese ningún esfuerzo por comprenderlo, penetraba en sus sentidos tan sencillamente como lo hacía la luz del sol o el aroma de las flores. Un agradable cosquilleo le recorrió todo el cuerpo, acompañado por una súbita alegría tan sólo empañada por la certeza de que pronto tendría que regresar si no quería que le echaran de menos.

Escogiendo su camino al azar, se encontró de pronto ante el arroyo de Elinea. De aguas rápidas y murmurantes, siempre bordeado de lujuriante vegetación, era la principal arteria de aquellos bosques, su fuente de vida. Tal vez por eso era conocido por ese nombre: la Fuente de Elinea. Fuente a pesar de no ser realmente un manantial; de Elinea porque allí decían que habitaba el espíritu de aquella doncella.

Gerthe solía ir al arroyo. Arrojaba flores blancas en sus aguas, murmurando palabras cuyo significado a él se le escapaba. Quizá fuesen deseos destinados a los oídos de Elinea. Porque se decía que la doncella concedía un deseo una vez en la vida de cada ser humano. Si era así, tal vez alguna de aquellas flores blancas llegaría algún día a su destino.

Él había vadeado innumerables veces aquel arroyo. Esta vez, al introducir los pies desnudos en el agua helada, deseó fervientemente poder quedarse allí para siempre, no volver a escuchar una voz humana nunca más. Una pareja de mirlos acuáticos le sobresaltó al elevarse de entre las espadañas de la orilla. ¿Le habría escuchado Elinea?

Al otro lado del arroyo vislumbró el pelaje rojizo de un gamo. El animal olfateó el aire y se detuvo indeciso entre el agua y la espesura, sin atreverse a acercarse aunque tampoco muy seguro de que aquella presencia implicase algún peligro. Al fin, sacudiendo la cabeza con fastidio, dio media vuelta y desapareció. Las huellas del animal quedaron impresas en el barro de la orilla, despertando en él la tentación de seguirlas y perderse también entre la fronda. Pero un sentimiento mucho más arraigado lo detuvo: si se adentraba más en el bosque estaría fuera del ámbito de la posada, el límite invisible que jamás se había atrevido a traspasar.

Mientras regresaba cabizbajo a sus quehaceres mordisqueando las hojas de berro que había conseguido encontrar para calmar los gruñidos de su estómago, escuchó un potente golpeteo que le paralizó por completo. En un instante localizó su procedencia y naturaleza: provenía de la carretera que atravesaba el bosque y se trataba del inconfundible retumbar de los cascos de un caballo al galope.

Echó a correr con el corazón desbocado. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes? Corrió desesperadamente a campo traviesa, entablando una carrera con aquel sonido que se alejaba y aproximaba sucesivamente siguiendo las vueltas y revueltas de la carretera mientras él avanzaba en línea recta. La marcha del caballo se relajó al doblar por el camino de tierra que llevaba a la posada, y gracias a esto y a un último esfuerzo consiguió llegar al patio delantero justo cuando el enorme corcel aparecía ante la entrada. Esta vez había estado más cerca que nunca de fallar, pero por suerte el recinto estaba desierto y nadie había advertido su falta.

Tratando de recobrar el aliento, contempló al animal que se acercaba. Jamás había visto algo tan hermoso. Moviéndose con una elegancia de la que parecía sentirse orgulloso, el caballo caminó hasta detenerse justo delante de él, dilatando y contrayendo los ollares ante su rostro mientras lo escrutaba con unos ojos brillantes de pura furia animal. Era un semental de impresionante alzada, negro como la noche, cuya frente se adornaba con una estrella blanca que realmente brillaba con luz propia sobre el oscuro pelaje.

-¿Te encargarás tú de Rey Negro, muchacho? Es muy importante que esté bien atendido.- La voz del jinete sonaba autoritaria, pero él aún seguía hipnotizado ante la  mirada de la bestia -¿Has entendido lo que te he dicho? Llevamos varios días viajando rápido y necesita agua y comida abundante: avena, si es que tenéis, nada de la paja medio podrida que les dais a los rucios de los mercaderes. Y mucho cuidado con como lo tratas: Rey vale más él solo que toda esta posada entera.

Las riendas aparecieron ante sus ojos y él las recogió con manos temblorosas. Obedeciendo las órdenes, tiró el agua sucia del abrevadero y lo llenó con la fresca que extrajo del pozo, entreteniendo al animal con unos puñados de avena mientras el líquido se templaba. Todo esto lo hubiese hecho con mayor rapidez si no hubiera sentido la mirada vigilante del jinete clavada en su espalda. Normalmente los clientes no se preocupaban tanto por sus monturas como para seguirle y supervisar su trabajo, aunque probablemente aquel animal extraordinario bien merecía esa atención especial.

-Buen emplazamiento éste para una posada, seguramente haréis buen negocio.- Aquella voz fría volvía a sonar a su espalda -Supongo que aquí hará un alto todo el mundo que va y viene de Bulne. Y no porque el lugar en sí valga un comino, desde luego, pero teniendo en cuenta que es la única fonda que hay en todo el camino desde Meli Anor, la posibilidad de bañarse y dormir en una cama de verdad después de tanta carretera polvorienta es una tentación irresistible.- Hizo una pausa, pero al recibir sólo silencio en respuesta continuó. –Así que es muy probable que hayáis recibido muchas visitas en los últimos días.

Nuevamente silencio.

-¿No te has dado cuenta de si ha habido un tráfico de viajeros inusual?

Aquello era una pregunta dirigida a él. Aterrado, sacudió la cabeza con énfasis. ¿Dónde estaban Petrino, Gerthe, las chicas?

-¿No? ¿Nada inusual? ¿No has visto ningún soldado por aquí? ¿Señores guerreros incluso?

Él volvió a sacudir la cabeza.

-Pues sí que es extraño. Me consta que han pasado varios y no precisamente de los que se caracterizan por su discreción. Seguro que no os habrían pasado desapercibidos.- La voz sonaba suspicaz. Ante su silencio, se volvió hosca al añadir -¿No los has visto o tal vez hay algún motivo por el que no quieras hablar conmigo?

Aturdido, levantó la vista y se encontró con unos ojos negros aún más salvajes que los de su montura.

-No se moleste en perder el tiempo con él, señor. Esto... señora.

En la vida hubiese creído que alguna vez se sentiría feliz de escuchar la voz de Petrino. El criado había aparecido y miraba aturdido a la oscura figura plantada ante él, pero se recompuso enseguida y continuó explicando apresuradamente.

-El chico no habla, señora, pero le aseguro que su caballo está en buenas manos con él.- Hizo una profunda reverencia –Venga conmigo, señora, acabamos de recibir una remesa de un vino excelente y sería un honor empezarlo para usted. Si me permite, le llevaré su equipaje a una habitación. Porque supongo que se quedará a pasar la noche con nosotros ¿No es así?

La mujer asintió y el chico suspiró aliviado al ver que al fin se alejaba con el sirviente no sin antes dirigirle una escrutadora mirada. El caballo relinchó reclamando su atención y esto le sacó de su aturdimiento.

-Sí, ya puedes beber. Pero poco a poco, no vaya a sentarte mal.

Contempló arrobado como el soberbio semental lamía el agua del pilón hasta saciarse y sacudía la cabeza con satisfacción.

-Ahora voy a enseñarte tu alojamiento, si no te importa.

Tomó con precaución la brida y se preparó para introducirlo en el establo, esperando resistencia, mordiscos y patadas de advertencia. Para su sorpresa, la imponente cabeza negra con la estrella blanca se acercó a su rostro y, después de husmearlo, comenzó a seguirlo tranquilamente.

-¡Vaya, no eres tan mal chico como yo pensaba!- Dijo acariciando su hocico –Lo siento, creo que me había equivocado contigo. Sabes que soy un amigo, ¿Verdad? ¡Qué caballo tan listo!

Se pasó todo el tiempo libre que pudo extraer a su intensiva jornada de trabajo ocupándose de lavar, cepillar, suministrar avena y preparar la cama del semental negro. El animal le dedicaba miradas agradecidas por cada una de aquellas atenciones y él se sintió feliz por el mero hecho de que reconociese sus desvelos. Incluso cuando estaba trabajando en otras dependencias de la posada no podía apartar sus pensamientos del elegante corcel. Probablemente esa fuese la razón por la que al anochecer, terminado el agotador trabajo del día, se dirigió con mayor alegría de lo habitual a su rincón del establo. Su alegría se convirtió en decepción cuando oyó unas voces femeninas en el interior y comprendió que Fivi y Larina habían vuelto a elegir el henil como refugio a la hora de escaquearse por unos momentos de su trabajo en el comedor. Tomó asiento en el poyo de la puerta y con resignación se dispuso a esperar pacientemente su salida. Nada en el mundo le obligaría a permanecer a solas con ellas allí dentro.

-¡No me lo puedo creer! ¿Pensaste alguna vez que pudieran existir mujeres así?- La voz de Larina denotaba una perplejidad muy poco común en ella.

-Pues claro que sí. Merdiss y las demás ciudades-estado emplean señoras guerreras, no es nada nuevo.- Fivi parecía sentirse feliz de ser por una vez la más informada -Las hazañas de algunas de ellas se cantan incluso en los grandes poemas. ¿No has oído nunca la historia de Maril, que luchó contra los pájaros de fuego de la frontera norte? Y la gran Aninda, que expulsó de la ciudad de Aroin a los veinte barcos piratas que la sitiaban sin ninguna ayuda.

Su hermana emitió un bufido de desprecio.

-¡Por supuesto que no las he oído! Eres tú la que siempre te quedas como tonta escuchando las coplas de los tullidos. Yo me niego a dar una sola dina de mi dinero para ver como salen sandeces por la boca de un ciego desdentado.

-¡Puede que no sean historias muy creíbles, pero gracias a ellas yo conocía la existencia de las señoras guerreras y no he hecho el ridículo poniendo cara de golfa y preguntando si el señor quería algún servicio mío en especial!

-¡Sólo la había visto de espaldas!- Se defendió Larina- Con esa capa que lleva no se aprecia nada de su cuerpo y es tan alta como cualquier hombre. Además: ¿Cómo querías que lo supiera? Nunca habíamos tenido una señora guerrera por aquí. Gerthe y Petrino estaban tan desconcertados como yo.

-Pero sin duda ellos no le hablaron en el mismo tono que tú, mi solícita hermana- Le espetó Fivi con sarcasmo. Se produjo un corto silencio.

-Tú sabías que existían. ¿Creías que podían ser así?. Es hermosa. ¿Y que edad tendrá? No aparenta mucho más que nosotras.

-¿Quién sabe? Yo sería incapaz de pensar en ella como en una chica de nuestra edad.- La voz de Fivi sonó estremecida –La verdad es que me da miedo. Mucho más que cualquiera de los señores guerreros que hemos tenido últimamente por aquí.

-Porque es una mujer. Cuando veías a los otros señores no pensabas precisamente en el daño que pudieran hacerte con su espada. Al menos no con esa espada.- Rió groseramente.

-Puede que tengas razón. Con los señores incluso me sentía protegida. Ya sabes, ellos eran hombres fuertes y valerosos y al fin y al cabo yo soy una dama.- Ignoró la risa sarcástica de su hermana- En cambio con ella me ocurre lo contrario: me siento amenazada. Además, su mirada me produce escalofríos. Me alivió muchísimo que prescindiera de nuestros servicios. Me estaba poniendo muy nerviosa.

-Y eso también es extraño. Prescindió de nuestros servicios y ni siquiera se hace acompañar por un criado. Por lo que yo he podido ver, a los señores guerreros les encanta hacer ostentación de su rango obligándonos a todos a dar vueltas en torno a ellos como abejas alrededor de un panal.

-Apenas lleva equipaje, además. Sus armas y una muda a lo sumo. No estoy segura porque cuando intenté deshacer sus bultos casi me parte en dos. Me dejó muy claro que no le gusta que nadie toque sus pertenencias.

-Puede que no lleve muchas cosas, pero ¿te has fijado en las que sí lleva?- La voz de Larina se aceleró, lo que habitualmente le ocurría cuando estaba excitada –Las armas, los accesorios... Apuesto a que con el dinero que ha costado ese peto de cuero recamado en plata, por no hablar del cinto, la funda o la propia espada, cualquier chica podría haberse cubierto de seda y joyas.- Emitió un desconcertado gruñido -¿Qué puede impulsar a una mujer a hacerse guerrera?

-No lo sé Larina, no puedo comprenderlo.

-¿Sabes lo que yo pienso?- Añadió ésta en un murmullo –Creo que es un desperdicio. Sí señor, un tremendo desperdicio.

 

Al fin las muchachas salieron del establo y el chico pudo entrar. Devoró rápidamente el pan y estaba terminado las manzanas que había en su cuenco cuando levantó los ojos y se encontró con la envidiosa mirada del caballo negro.

-¿Te gustan las manzanas?- Preguntó con la boca llena –Lo siento, pero no puedo darte ninguna de éstas. Son todo lo que he podido comer hoy.- Engulló con esfuerzo y se atragantó. Tuvo que beber un trago de agua antes de continuar hablando. –Tú tienes tu avena. Es de la mejor calidad, especial para ti. En cambio yo sólo tengo estas frutas, compréndelo.

La mirada seguía siendo suplicante. El muchacho le dio la espalda y el equino suspiró.

Se comió las manzanas hasta el corazón y chupó el zumo dulce que manchaba sus dedos.

-Estoy seguro de que tu dueña te alimenta bien y no permite que te falte de nada.- Dijo a modo de disculpa. El corcel bufó haciendo vibrar los labios. –Se nota que se preocupa por ti de un modo especial. ¿Crees que todos los que pasan por aquí tienen tanta suerte? Ella debe de apreciarte mucho, si hasta te ha puesto un nombre regio.- Se acercó al animal y le acarició la estrella de la frente –Porque te llamas Rey, ¿No es así? Rey Negro.- Sus dedos se deslizaron suavemente por el recio cuello y el brillante lomo –Un nombre apropiado. Eres tan hermoso...

-¿Qué es esto, un milagro? Tenía entendido que no podías hablar.

La voz sonó a sus espaldas y le sobresaltó tanto que sintió claramente como la sangre abandonaba su rostro. De un brinco se apartó del animal y se pegó a la pared del establo.

-¿Qué te pasa que casi te mueres del susto? Te has puesto pálido como un cadáver ¿Acaso te he pillado tratando de robarme a mi Rey?

Él sacudió la cabeza con vehemencia, aterrado a pesar de que la mujer había dicho esto último con una ligera sonrisa en los labios.

–Pues te comportas como un ladrón descubierto con el botín en el bolsillo.

Sacó algo de una bolsa que colgaba de su cinturón y comenzó a acercarse. Aunque se había desprendido del peto y el cinto con la funda y la espada, un fino puñal colgaba de su cadera y por la seguridad con que caminaba imaginó que debía de estar muy confiada en su pericia para usarlo. Por su experiencia reciente sabía que los señores guerreros eran tan susceptibles como cuidadosos con su propia seguridad y ninguno se presentaría indefenso en el establo. Con inmenso alivio, comprobó que la mujer se dirigía hacia el caballo y no hacia él.

-Mira lo que tengo para ti, un trozo de azúcar bien grande- Acarició la cabeza del animal mientras éste chupaba la palma de su mano. –Estoy impresionada. Debes de tener un talento especial para tratar con los caballos si te has ganado la confianza de Rey tan rápidamente. Por lo general no siente excesiva simpatía hacia los extraños.

El chico se detuvo al comprender que se estaba dirigiendo a él, sin atreverse a seguir alejándose pegado a la pared como había estado haciendo hasta aquel instante. Ella le dirigió una mirada inquisitiva.

-¿Por qué no me contestas? Hace un momento oí claramente como le hablabas a mi caballo, así que no me vengas ahora haciéndote el mudo.

El agachó la cabeza, incapaz de mirar a su interlocutora. Temblando intensamente, deseó tener la suerte de los ratones que eran capaces de desaparece a través de cualquier rendija. Si hubiese podido fundirse con la pared de madera que tenía a su espalda, no hubiese dudado en hacerlo.

-Está bien, deja ya de temblar. Sólo quiero que cuides de mi Rey, sólo eso. Tranquilízate, ya me voy.

Cuando levantó la vista, la mujer había desaparecido.

 

Hacía sólo dos días que la señora guerrera y su negro corcel habían partido hacia Bulne cuando los caminos se llenaron de gente procedente de aquella ciudad. Primero fueron escuadrones de hombres armados que pasaban al galope por la carretera sin detenerse en la posada. Luego el bosque se vio invadido por viajeros que se desplazaban a pie o conduciendo carros cargados hasta los topes. La carretera comarcal se había quedado pequeña para ellos y ahora se desperdigaban por el campo en busca de agua y comida, convirtiéndolo en un lugar bullicioso e inseguro. Durante aquellas jornadas, el bosque calló y la vida salvaje pareció retirarse a los confines más alejados.

En la posada, en cambio, cada persona parecía vibrar víctima de un ataque de paroxismo. El amo se había propuesto aprovechar aquella súbita actividad atrayendo a la mayor cantidad posible de clientes a su establecimiento y las mujeres trabajaban noche y día para que los aromas que surgían de la cocina fuesen demasiado apetitosos como para resistirse a ellos. El camino se llenó del olor de la carne asada y la posada de viajeros nerviosos pero hambrientos. Petrino revoloteaba en torno a ellos en el clímax de su excitación, sorteando a menudo golpes e insultos de los más reacios a someterse a sus preguntas, aunque estos incidentes estaban lejos de disuadirle de su tarea inquisidora.

-Algo muy gordo se cuece en Bulne.- Advertía a todo aquel que le quisiera escuchar –Y yo no pararé hasta enterarme de lo que es. Para una vez que el Gran Mundo se decide a llamar a nuestra puerta, no sería digno de mí cerrar los ojos y dejarlo pasar de largo.

Para Petrino el Gran Mundo era todo aquello que no se circunscribía a la pequeña comarca de Bulne, es decir, todo aquello que él nunca había podido ver y soñaba contemplar. El éxtasis del joven sirviente llegó a su cenit cuando un escuadrón de caballería compuesto por soldados uniformados con los colores de Bulne y portando el escudo verde y rojo de la Casa Real se presentó en la posada. A los soldados les seguían una decena de hombres a caballo, sucios y magullados, con las manos atadas y encadenados unos a otros por los pies.

Cuando el mozo de cuadras se acercó para hacerse cargo de sus monturas reconoció a algunos de ellos como los señores guerreros cuyos animales había atendido en las últimas semanas. La sorpresa al ver a aquellos hombres tan orgullosos en un estado tan lamentable casi le hizo olvidar su tarea.

-¡Agua para los caballos y los prisioneros y cerveza para nosotros!- Gritó el capitán del escuadrón desmontando de un salto y haciendo una seña a sus hombres para que lo imitaran.

Los soldados ayudaron a apearse de sus monturas a los prisioneros, que se movían con dificultad a causa del cansancio y las heridas que la mayoría de ellos presentaban. Un Petrino en estado de euforia  ordenó al chico traer el agua mientras él corría en busca de la cerveza.

-¡Lo mejor de nuestros barriles para los bravos soldados del Gobernador y de la Reina!- Dijo al regresar, escanciando la bebida en jarras de madera.

-Gracias mozo. Es un alivio en estos días oír a un joven hablar con tanto respeto. Si todos fuesen tan buenos súbditos como tú en estos momentos tendríamos muchos menos problemas.

Por la forma de aludir a esos problemas fue tan evidente que estaba deseando hablar de ellos que a Petrino se le iluminaron los ojos como ascuas encendidas.

-Ya nos hemos dado cuenta de que las cosas andan revueltas, señoría.- Dijo rápidamente aprovechando la coyuntura -En los últimos días todos los extranjeros que habían venido a Bulne han salido de allí como si les persiguiera una plaga. Incluso los que pensaban quedarse hasta la próxima feria se han vuelto con su mercancía por donde habían venido cuando todo el mundo sabe que no tendrán otra oportunidad de venderla a buen precio.- Bajó la voz hasta conferirle un tono misterioso. -Por aquí incluso han llegado rumores de que se avecina una guerra.

El capitán emitió un bufido despectivo.

-¿Guerra? ¡Eso quisieran algunos desaprensivos! ¡Apenas si ha habido una escaramuza y me como mis espuelas si se produce algo más en el futuro! Esos extranjeros no tenían ningún motivo para huir de nuestra ciudad. A no ser, claro está, que su conciencia no estuviese del todo limpia.- Probó la cerveza y cabeceó con aprobación –Realmente excelente, mozo.

Petrino sonrió con una mezcla de satisfacción e incredulidad, sin poder creer aún en su buena suerte.

-Y esa escaramuza, ¿puedo conocer sus motivos o es algún secreto de estado?

El capitán rió, palmeando el hombro del joven.

-¡Pues claro que no es un secreto! A estas alturas por todo el continente se sabrá ya lo que ha sucedido en Bulne, que desgraciadamente es lo mismo que está pasando en otras muchas ciudades.

-Estamos tan incomunicados...- Se quejó el criado.

-Aún así, supongo que habréis oído hablar de la conjura de los Caudillos. Es lo más grave acaecido en mucho tiempo.

Petrino asintió tristemente.

-Así que era cierto.

-¡Cómo que el Sol nos alumbra! Precisamente aquí conmigo llevo a algunos de los más importantes señores guerreros al servicio de los conjurados.- Señaló con orgullo a los prisioneros que bebían con avidez del cuenco de agua que se les ofrecía –Sus Caudillos tuvieron la desfachatez de enviarlos a nuestra ciudad para reunirse con sus aliados y conspirar contra la Reina. Pensaban que en este rincón del mundo podrían hacerlo impunemente sin que nadie se diera cuenta. ¿Se puede tolerar tamaño insulto a nuestra inteligencia?- Agitó los brazos con furia, derramando parte de su cerveza que el solícito Petrino se apresuró a reponer -¡Pero no contaron con nuestro Gobernador, el más leal súbdito de su Sagrada Majestad!

-Nuestro Gobernador es un hombre astuto y perspicaz, sin duda.- Masculló Petrino sin convicción alguna, recordando al anciano senil y decrépito que regía los destinos de Bulne desde tiempos inmemoriales. El capitán carraspeó antes de seguir hablando.

-Sí, bueno, supongo que su astucia conoció tiempos mejores, así como su perspicacia, para qué vamos a engañarnos.- Se rascó la cabeza con una mueca -La verdad es que alguien debió de advertirle de lo que estaba ocurriendo- Reconoció -Pero lo importante es que vino a mí, su hombre de confianza, y me dijo: “General” -él siempre me llama así, aunque como ves mi uniforme sólo ostenta los galones de capitán- “General, prepárate porque puede que en tus manos esté la salvación de nuestra patria. Los revolucionarios se han introducido en la ciudad que con tanto esmero protegemos, se han escondido entre nuestros vecinos y se dedican a reunirse para trazar planes e intercambiar mensajes de sus respectivos señores. No me preguntes ahora cómo he podido descubrirlos: tu inmediato deber es encontrarlos y darles caza para librar de todo peligro a la Corona y al Rey”.

-¿Al Rey?.

El capitán carraspeó de nuevo.

-A veces no recuerda que hace seis años que le sucedió su hija. Sin embargo, lo realmente importante es que la información resultó ser exacta y que los conspiradores fueron sorprendidos totalmente desprevenidos y apenas tuvieron oportunidad de oponer resistencia.

-¡Estupendo!- Petrino ahogó una expresión más fuerte que asomaba a sus labios como deferencia al rango de su interlocutor. –Esos pérfidos Caudillos deberían darse cuenta de que incluso los Genios están contra ellos. Nunca una conspiración tan impía podría llegar a tener éxito. ¡La Corona es sagrada!

El capitán apuró la jarra que tenía en la mano.

-¡Ay, que mundo sería éste si no existiesen insensatos como ellos! La paz nunca se vería alterada en ese paraíso que es la Ciudad Azul.- Exclamó melodramáticamente. La cerveza parecía haber exacerbado sus   sentimientos patrióticos y su prosa grandilocuente hasta ponerlos a la altura de los de Petrino. –Para mí es inconcebible que hombres que han conocido la belleza y serenidad de nuestra capital sean capaces de ponerlas en peligro por causa de una simple ambición personal.

-Habla como si usted mismo la conociese.- Le volvió a llenar su jarra vacía con mano temblorosa -¿Es así? Porque veo que es hombre de mundo...

-¡Por supuesto que la conozco!- Le interrumpió el soldado, al parecer ofendido de que lo dudara. –Estuve una vez.

-¡No puede ser!- Petrino se lo quedó mirando con la boca abierta. El Gran Mundo había venido a él.

-Fue hace unos años.- Continuó el hombre, envanecido –y te aseguro que las habladurías no mienten: es el lugar más hermoso que hayan visto ojos humanos. Alguien puede contarte increíbles maravillas sobre la belleza de Coridiss, Shinara o Torai y no mentirte; pero ante Merdiss, cada una de esas ciudades-estado pierden su brillo como un trozo de cuarzo tallado ante un diamante de verdad. Además allí cada ciudadano, ya sea hombre, mujer o niño, saben a quien deben su prosperidad y privilegios: ninguno osaría pronunciar otra cosa que no fuesen palabras de alabanza hacia nuestra valiente y hermosa soberana.- Frunció el ceño –No como en otros sitios.

Apuró su cuarta jarra de cerveza y le entregó el recipiente vacío a Petrino.

-En fin amigo, ha sido un placentero alto en el camino, pero ahora debemos continuar hasta Meli Anor donde dejaremos a estos pájaros en las jaulas del buen Caudillo Megildo. ¡Vamos, montad de nuevo, deshechos de pocilga!- Les gritó a los prisioneros y ellos obedecieron la orden como pudieron, luchando con las cadenas que se enredaban en sus pies. El capitán les contemplaba con desprecio –Si por mí fuera, les haría confesar ahora mismo todo lo que saben sobre esta condenada conjura. Pero no nos permiten hacerles demasiado daño, ordenes superiores.- Sacudió la cabeza, como si le costase comprenderlo –Aunque supongo que, en realidad, no importa mucho: lo que no se sabe, se sospecha. Muchas gracias, joven, por tu hospitalidad. Ten por seguro que no olvidaré este lugar ni su espléndida cerveza.- Añadió mientras montaba en su caballo y clavaba espuelas para reiniciar la marcha.

El joven sirviente, que aún no había conseguido cerrar la boca y cuya mandíbula amenazaba con rozar el suelo le despidió con una profunda reverencia y aún seguía doblado cuando el escuadrón había salido del patio de la posada, y también cuando el último de los soldados se perdió de vista, y permaneció así hasta que cada mota de polvo levantada por los cascos de los caballos se hubo asentado en el camino.

 

Aquel mismo día, al anochecer, regresó Rey Negro. Por supuesto no venía solo, sino montado por su formidable amazona, pero el muchacho solamente era consciente de la presencia del gran corcel y de la alegría que le producía el volver a verlo. Se detuvo, como la primera vez, justo delante de él, y también como entonces la señora guerrera le tendió las riendas.

-¡Ha sido un viaje rápido, pero provechoso!

El chico miró a su alrededor. No había nadie, por lo tanto la mujer se estaba dirigiendo a él.

–Rey esta hambriento: cuida de que tenga una buena ración de avena. ¡Y dale manzanas! Le encantan.

¿Manzanas? Esa noche ya había cenado, y fueron puerros hervidos.

Se llevó a Rey Negro al establo y le dedicó gran cantidad de tiempo a sus cuidados, dichoso al comprobar que el animal lo reconocía y se alegraba de volver a verle. Pasada la hora de la cena regresó su dueña con un azucarillo para él. Petrino venía detrás con unos ojos como platos clavados en ella y entre las sombras más allá de la puerta descubrió la presencia de Larina y Fivi.

-Entonces ¿Es cierto que viene usted de Merdiss, que vive allí, en la Ciudad Azul, cerca de la corte, durante todo el año?- Venía diciendo Petrino encadenando las preguntas.

La mujer asintió con gesto de cansancio.

–Me había parecido... por sus ropas, ese uniforme verde y negro...- El joven balbuceaba, al parecer incapaz de terminar una sola frase a pesar de su habitual verborrea -Pero a pesar de todos los indicios era algo tan difícil de creer... porque no me engaño, ¿No es cierto? Pertenece usted al Escuadrón Esmeralda.

-Algo así.

-Entonces, es usted...- Petrino se había quedado sin palabras por primera vez en su vida. –¡Pertenecerá a la Aristocracia, y sin duda habrá estado en el palacio, y conocerá a nuestra Reina!

La señora asintió sin mirarlo.

-Pues sí, yo misma nací en el palacio. ¿Tienes por aquí alguna manzana?- Añadió cambiando de tema. -A mi caballo le apasionan, pero tenía otras cosas que hacer en Bulne y no pude buscar a nadie que me vendiera algunas.

El joven la miró de hito en hito, evidentemente incapaz de relacionar su importantísimo descubrimiento con el dichoso fruto.

-Manzanas: redondas, verdes, así de grandes.- La mujer hizo un circulo con los dedos delante de la cara del mozo, que parpadeó sorprendido como si despertará de un trance.

-Manzanas, claro, manzanas, sí.- Farfulló. -Ahora mismo se las traigo.

Cuando lo vio salir corriendo en busca de la fruta, la mujer suspiró aliviada y se dedicó a hacer carantoñas a su caballo.

-¿Dónde está tu amigo, Rey?- Dijo tras un momento de silencio –No lo veo.- Giró la cabeza de un lado a otro. -¡Ah vaya, estás ahí!

Había descubierto su rincón, con el montón de paja que le servía de lecho, el jarro de agua y su cuenco, entre los que se había acurrucado cuando ellos entraron. La señora sacudió la cabeza con una rara expresión en su rostro.

-¿Por qué no dices nada?- Murmuró.

-¡Aquí están!- Petrino regresó jadeante con una cesta llena de manzanas que presentó con gesto triunfal, como si él fuese un general y aquello las cabezas de los enemigos caídos en combate –Mire que hermosas.

-¿Por qué no habla?- Preguntó ella. El joven miró al semental, alarmado -¡El chico!- Aclaró la mujer con un bufido de impaciencia -Sé que no es cierto que no pueda hacerlo: he oído como le hablaba a mi caballo.

Petrino se rió, aliviado.

-¡Pues claro que sí, señora! Lo que ocurre es que sólo habla con los animales, jamás le he oído dirigirle una sola palabra a una persona.- Se dio unos golpecitos con el dedo índice en la sien –No es como usted o como yo ¿Sabe? La cabeza no le funciona de la misma forma.

A pesar de que el criado había hablado como si aquello fuese la cosa más normal del mundo, la mujer pareció desconcertada. Se volvió hacia el muchacho y lo miró fijamente con sus ojos negros y penetrantes.

-Sólo con los animales... que curioso. ¿Sabes que tú mismo tienes ojos de animal? Ojos ambarinos, como los de un lobo. Nunca había visto nada igual.

El chico les siguió con la vista cuando salieron y al encontrarse por fin solo se revolvió en su rincón, repentinamente desconcertado. ¿Sería cierto que tenía ojos de lobo? Él había visto en alguna ocasión a aquellos animales, cuando en invierno se atrevían a bajar a las tierras llanas y llenaban el aire de la noche con sus aullidos, pero aquellos ojos amarillos no se parecían en absoluto a los de un ser humano. Por primera vez en su vida, sintió el irreprimible deseo de conocer cual era su propio aspecto.

 

Lo primero que hizo al levantarse la mañana siguiente fue saludar a Rey Negro. Mientras sacaba la paja sucia que cubría el suelo y la sustituía por otra limpia para esperar la llegada de los próximos clientes, no podía evitar mirar al semental con tristeza.

-Merdiss está muy lejos.- Le susurró -Nadie había venido nunca desde allí y seguro que tú tampoco regresarás.- Palmeó el recio cuello –Ahora tengo que ir a limpiar los corrales pero espero que cuando regrese aún sigas aquí. Me apenaría mucho no volver a verte.

El caballo le miró a su vez apenado, como si hubiese comprendido el exacto sentido de sus palabras.

Abandonó el establo con desgana. Aquel día no tenía ánimos para hacer otra cosa que no fuese mimar al extraordinario animal. Mientras limpiaba el estiércol de los corrales su mente vagaba perdida en ensoñaciones en las que se llevaba a Rey Negro por los caminos del bosque, o lo veía trotar a través de las praderas que había más allá. En aquellas fantasías no lo montaba, pues nunca lo había hecho con animal alguno, pero observarlo correr libremente levantando la hierba con los cascos y ondeando las crines al viento le bastaría para sentirse feliz.

Cuando quiso darse cuenta, había concluido la tarea de limpieza. Miró sorprendido a su alrededor, comprobando su trabajo. Todo estaba bastante limpio, por hoy bastaría. Ahora lo que debía de hacer era cambiar el agua de aquellos animales. Fue mientras se dirigía al pozo seguido por unas cuantas gallinas curiosas cuando se dio cuenta de que algo fallaba en su cuerpo: al inclinarse sobre el brocal sintió un leve vahído, al tiempo que el ritmo de su corazón se aceleraba rápidamente.

Con un angustioso nudo en el estómago, comenzó a tirar de la cuerda para elevar el cubo. Si se ponía enfermo no podría concluir sus tareas y eso, bien lo sabía, sería mucho más terrible que la enfermedad misma. El miedo que despertaba en él esa posibilidad lo atenazaba tanto como la debilidad que se extendía inexorable por todos sus miembros. Con un último esfuerzo que hizo que su frente se humedeciera de sudor consiguió que el cubo llegara a sus manos, lo aferró con fuerza y corrió hacia los corrales. Tenía que terminar con aquello antes de encontrarse realmente mal. Después podría ir al bosque a reponerse, aprovechar el benéfico influjo del aire de la fronda sobre él, permanecer allí hasta sentir como los síntomas remitían y el ritmo del corazón se acompasaba. Eso había funcionado otras veces y lo haría en esta ocasión también. Pero para llegar allí antes debería acabar con el trabajo del día, acabarlo aunque para ello tuviese que arrastrarse por toda la posada y apurar hasta la última pizca de su menguada energía.

Apretando los dientes con determinación, extrajo cubo tras cubo de agua que acarreó febrilmente a los corrales y luego a la cocina, hasta que la cocinera tuvo la suficiente para lavar y cocer los alimentos del almuerzo.

-No tienes buena cara.- Le informó Gerthe sin mucho interés mientras troceaba cebollas para la comida. Ella tampoco la tenía.

Al salir de la cocina le pesaban los brazos y las piernas como si fuesen de plomo. Su paso no era firme, las rodillas le temblaban y los gritos que surgieron del establo requiriendo su presencia no contribuyeron precisamente a que mejorara aquel estado de cosas.

-Ha sido un verdadero honor para nosotros hospedarla en esta casa, señora.- Decía aquella voz entre grito y grito -Espero de todo corazón que haya tenido una estancia agradable y guarde un grato recuerdo de nosotros. Si alguna vez vuelve por aquí, no dude en hacer un alto y nuestra mejor habitación será para usted.

La cínica amabilidad melosa del amo le hizo sentir nauseas y apoyándose en la jamba de la puerta, vomitó. Dentro del establo seguía oyéndose la voz, cada vez más impaciente.

-No se preocupe, señora. Le aseguro que enseguida se ocupará alguien de su caballo. Si hubiésemos sabido que partiría tan pronto sin duda ya estaría ensillado y a punto.- Se dirigió a la sombra que se movía junto a la puerta -¿Es que piensas quedarte ahí fuera todo el día?

El chico luchó porque su paso no pareciese excesivamente tambaleante cuando penetrara en el recinto, y no sin esfuerzo reunió las fuerzas para conseguirlo. Demasiado tarde, según dedujo de la mirada amenazadora que el amo le dirigió de soslayo mientras continuaba agasajando a la señora guerrera.

Tragó saliva con dificultad y se dispuso a enjaezar al semental. En cualquier otro momento aquel trabajo no hubiese entrañado ninguna dificultad para él, pero con sus facultades físicas tan mermadas sólo el contemplar la pesada silla le hizo sentir nauseas de nuevo. Apuntaló los pies en el suelo lo mejor que pudo y con gran esfuerzo la levantó entre sus brazos. Si se hubiese tratado de cualquier otro caballo seguramente lo habría conseguido, pero por desgracia Rey Negro era extraordinariamente alto y el esfuerzo de levantar la silla hasta su lomo fue excesivo para sus menguadas energías. La cabeza comenzó a darle vueltas y tras unos instantes de tambalearse angustiosamente terminó por perder pie. Cuando quiso  darse cuenta se encontraba en el suelo con la silla sobre él. Hubiese deseado incorporarse de inmediato, pero las imágenes que captaban sus ojos giraban vertiginosamente y no podía reprimir el temblor que agitaba todo su cuerpo.

-¡Esto es inaudito, jamás había visto semejante inutilidad!

Escuchó el vozarrón como una condena. Una manaza lo izó aferrándolo por la pechera de la camisa, pero solamente consiguió mantenerse en pie unos instantes antes de que un bofetón lo mandara de nuevo al suelo. Tenía todo el cuerpo tan dolorido que apenas sintió aquel golpe.

-¡Petrino, encárgate tú de las cosas de la señora! ¡Y cuídate de hacer un buen trabajo!.

El chico vio la sombra del sirviente pasar por su lado recogiendo con presteza silla y arreos y dejó caer la cabeza, que ahora parecía  demasiado pesada como para poder sostenerla en alto por más tiempo. Esta vez no intentó levantarse. Sabía lo que ocurriría cuando la huésped se fuera y conocía la imposibilidad de evitarlo. Los ruidos de los preparativos se sucedieron a su alrededor hasta alejarse camino de la salida, pero él no se atrevía ni era capaz de moverse del lugar donde había caído. Simplemente aguardó, invadido por completo por el miedo y la impotencia que tan bien conocía.

Gimió al recibir el primer golpe. El estómago se le contrajo y la bilis le llenó la boca. Al menos perdería el conocimiento antes de que la paliza concluyera. Esperó el siguiente bastonazo, pero el palo no cayó por segunda vez. En su lugar, entrevió a través de la neblina de dolor que velaba sus ojos una sombra oscura que se llevaba al amo lejos de él. Sorprendido y aún paralizado por el temor, buscó con la mirada a su agresor. Éste permanecía con la espalda pegada a la pared del establo mientras la dueña de Rey Negro le atenazaba el cuello ejerciendo con su antebrazo una presión inmovilizadora.

–¿Le divierten esta clase de actividades? ¿O se trata sólo de una cuestión de productividad? Hay quien piensa que los trabajadores rinden mejor a palos.

Una gruesa gota de sudor resbaló desde la sien del posadero hasta su barbilla. Era evidente que no podía deshacerse de la presión que sobre su garganta ejercía aquel brazo.

-Es menos que un animal, señora.- Balbuceó.

Por la reacción de la mujer supo que su intento de justificarse había sido en vano.

-¡Yo tampoco le permitiría maltratar a un animal, pedazo de bestia!

El chico observaba la escena a través de las brumas de la semiinconsciencia como si tuviese lugar en un sueño. Jamás hubiese creído que el amo pudiera parecer tan indefenso como en aquellos momentos. A sus ojos, era un hombre enorme y aterrador al que toda persona con conocimiento prestaba temerosa obediencia; sin embargo, en un instante y ante su incrédula mirada se había convertido en un inofensivo pelele en manos de aquella experimentada guerrera. Visiblemente asustado, el amo balbuceó una disculpa. La señora lo empujó a un lado y se acercó al muchacho.

-Parece enfermo.

Hizo un gesto con la mano hacia Fivi y Larina, que se acercaron de mala gana procurando mantenerse alejadas de la mujer.

–Vosotras os encargaréis de cuidarle. En el lugar de donde yo provengo tenemos la curiosa costumbre de atender también a los animales enfermos.- Añadió con sarcasmo dirigiéndole una mueca al aturdido posadero.

El muchacho sintió como lo levantaban entre las dos jóvenes para luego acostarlo en su montón de paja. Se pasó el resto del día vomitando.

 

La luz del sol había comenzado a declinar y él aún permanecía tumbado en su montón de paja. No estaba muy seguro del tiempo que llevaba allí, pues todo lo sucedido en el último día le venía a la mente de forma vaga y borrosa. Tan sólo era consciente de que le rodeaban el hedor de sus propios vómitos y una aplastante sensación de peligro. Al final fue ésta última la que abrió las compuertas de su memoria y provocó que los recuerdos de los recientes acontecimientos regresaran uno a uno, mientras él se iba encogiendo sobre sí mismo al recibir el impacto de cada imagen mental hasta quedar convertido en una pelota en el suelo del establo.

La señora guerrera le había ayudado, evitando la paliza, y en el proceso había humillando al amo. Él sabía muy bien que este golpe a su orgullo no podría soportarlo. ¿Estaría todavía por allí la señora? Eso explicaría por qué aún no se había tomado su venganza. En realidad, no importaba demasiado: cuando estuviese seguro de que ella estaba lejos, vendría a buscarlo y lo mataría.

Abandonando tímidamente la posición fetal, dirigió su mirada a la oscuridad sembrada de telarañas del techo. Su intuición le advertía  que ahora era como los corderos del cobertizo, una víctima esperando a su verdugo. Por una vez, sintió que algo se revelaba dentro de él. Quizá sólo fuese un primitivo instinto de supervivencia, pero lo cierto era que le impulsaba a huir de allí, a no aguardar con fatalidad su destino como siempre hacía. Jadeante y bañado por el sudor provocado por la fiebre se apoyó en las tablas de la pared para incorporarse. Temblaba como una hoja a merced del temporal, pero se dominó: era su vida la que estaba en juego. Con pasos cada vez más firmes llegó a la puerta y, tras comprobar que el patio estaba desierto, echó a correr hacia la salida, hacia el camino de tierra y hacia lo que fuese que hubiera más allá de él.

 

 

 

 


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