CAPÍTULO 1
Puerto de Cádiz, 1 de junio
Por la mañana temprano salí del barco. Habíamos llegado a Cádiz la tarde del día anterior, después de once días de travesía desde la isla Horta, que está en las Azores. Caminando por un espigón desde el que había soñado con el atlántico mucho tiempo atrás, no podía dejar de sentir una extraña sensación amarga. Terminaba de cumplir un sueño náutico y me encontraba andando, profundamente enfadado, resuelto a entrevistarme con las autoridades de seguridad marítimas, intuyendo una desoladora impotencia ante la imposibilidad real de lograr absolutamente nada. Entré en un edificio situado en la plaza de España, muy cerca de donde viví, imaginando cuántos marinos antes que un servidor habrían hecho lo mismo en ese puerto histórico. Me dirigí a un mostrador sobre el que pendía un cartel que decía “seguridad” y le dije buenos días al señor que lo atendía. Le expliqué que habíamos llegado a la ciudad procedentes del Caribe, en un velero, y que en el golfo de Cádiz tuvimos un percance con un mercante.
-Entonces escriba usted una protesta de mar (una denuncia), nos la manda a la dirección que le voy a dar y, pasado un tiempo, le responderán.
-Perdone usted, señor, pero lo que nos pasó fue demasiado grave como para que se pierda escrito en el marasmo de la burocracia.
Se quedó perplejo. Me observó con detalle, de arriba a abajo, y seguro que mi brusquedad iba pareja a mi aspecto: barba de meses, literalmente tostado por el sol, con el pelo rubio sin serlo, una ropa que desconocía la plancha y una mirada que, parecida a la mirada perdida de los mil metros de los soldados, era la de las mil horas perdidas sin dormir de los marinos.
-Espere un momento aquí,por favor.
Llamó a la puerta de un despacho situado detrás del mostrador, entró y al cabo de un momento me hizo pasar. Me recibió su inmediato superior. Empecé a contar lo sucedido, y a medida que explicaba ciertos detalles las caras de los dos hacían arrugas de preocupación y arcos de asombro. Cuando terminé me pidió un minuto. Llamó a alguien por teléfono y acto seguido nos dirigimos a la segunda planta. Mientras subíamos las escaleras me dijo que íbamos a ver al jefe de seguridad y que cuando le contara la historia no reparase en ningún detalle. Entramos en un despacho amplio, lleno de recuerdos náuticos antiguos, donde nos recibió un señor mayor serio y corpulento, del que se podían adivinar las millas de su estela profesional por las pequeñas olas de piel que envolvían su mirada. Me invitó a sentarme y, después de las preguntas de cortesía, con una respetuosa deferencia profesional especialmente reconfortante, preguntó cuál era el motivo por el que estaba allí.