La caja de fotografias

03-06-2014
Aventuras novela
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Tras la muerte de su padre, Ricard Duran, encuentra una vieja caja de fotografias que le muestra una historia desconocida de su familia.
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03-06-2014
Aventuras novela
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Tras la muerte de su padre, Ricard Duran, encuentra una vieja caja de fotografias que le muestra una historia desconocida de su familia.
Al cerrar la puerta del apartamento, tuve la sensación de que dejaba todo un mundo a mis espaldas.
Había pasado los últimos meses encerrado en la habitación de un hospital viviendo la larga agonía de mi padre.
Durante esos largos meses solo me había alejado de esa habitación los escasos trescientos metros que me separaban de la pequeña habitación de la pensión en que me alojaba.
Una pensión tan sencilla que no disponía ni de ducha en la habitación y tenía que utilizar una de comunitaria al final de un largo pasillo.
Decidí instalarme allí para poder permanecer junto a él el máximo de tiempo posible, algo que no habría podido hacer de tener que desplazarme cada día desde mi domicilio a mas de cincuenta kilómetros de distancia.
Cerré la puerta y tiré a un rincón la bolsa de ropa y objetos personales y me tumbé en el sofá. No tenía ánimo para nada. Ese maldito hospital me había dejado seco.
Tras largos meses de hospital, volver a casa era una bendición del cielo.
Largos y agónicos meses en que la enfermedad terminal de mi padre me retuvo en ese espacio cerrado con olor a dolencia y muerte.
Largos e interminables meses, precedidos de un año de enfermedad y minusvalía, en los que llegue a conocer el cuerpo de mi padre mejor que el mío. Había que lavarlo, cambiarlo, afeitarlo y lo que fuera menester.
Largos meses en los que mis ojos se habían convertido en sus ojos, mis piernas en sus piernas y su mal humor en el mío.
Largos y desesperantes meses de confrontación y discusiones con unos profesionales de la sanidad, empeñados en ocultarme la verdad y tratarme como un ignorante que no podía comprender su rebuscada jerga medica. Empeñados en la desinformación y el secretismo.
La gran enfermedad de nuestra sanidad es la falta de transparencia.
A menudo daba la sensación que se amparaban en los cambios de turno para no tomar decisiones o para alegar que carecían de información, y esta, cuando te la daban era a menudo sesgada cuando no contradictoria con la que te había facilitado otro de los profesionales.
Médicos sugiriendo una posible apendicitis cuando la cicatriz de una antigua operación era patente. Doctoras alertando de una llaga en la lengua cuando tan solo era un trozo de apósito dental pegado a ella. Empeoramientos sin razones aparentes y milagrosas mejoras. Misterios sin resolver. Cosas que desparecían sin motivo aparente y que nadie, absolutamente nadie había visto desaparecer. Búsqueda desesperada de enfermeras o auxiliares que eran abducidas a alguna dimensión desconocida y a las que era imposible encontrar por mucho que recorrieras los interminables pasillos. Pruebas que nunca supe si se habían realizado por que a pesar de mi insistencia, nunca se me informó de ellas. Medicinas que debían suministrarse a primera hora de la mañana y que con suerte llegaban al atardecer.
La realidad es que este no es un país para viejos, aún que les hubieran sangrado toda la vida con impuestos y falsas zanahorias de una vejez digna.
Largos meses de peleas con una lunática maquina de café empeñada en ir a su bola poniendo azúcar cuando no querías, o té en lugar de café y una televisión loca que se ponía en marcha por su cuenta y riesgo en plena madrugada, cuando finalmente habías logrado conciliar el sueño
Ahora, cuado todo había terminado, mi pequeño apartamento me parecía el mejor de los palacios. Mi única ambición, tenderme en el sofá, escuchar música y ducharme. Ducharme hasta el infinito, hasta que lograra arrancar de mi piel ese olor a enfermedad y medicinas que se me había pegado como una segunda piel.
Cuando hubiese logrado esto y que mi cuerpo perdiese ese color mortecino que había adquirido, pensaba obsequiarme con unas vacaciones. Necesitaba unos días para recomponer un poco mi estabilidad metal. Afortunadamente mi trabajo como diseñador grafico freelance, me permitía una libertad que de tener que fichar cada día en una empresa carecería.
También necesitaba calor humano, ese calor que tanto echaba de menos en esas noches entre asépticas paredes hospitalarias o rodeado de batas blancas de eficientes pero impersonales enfermeras empecinadas a evitar involucrarse afectivamente con los pacientes.
Necesitaba abrazos, besos, palabras. Sobretodo palabras. Una conversación que no versara sobre términos médicos. Una conversación distendida, sobre temas banales, sobre sexo, como las que mantenía con Marta.
¡Marta!. Tenía que hablar con Marta. Sabía que algo estaba pasando en nuestra relación. Notaba que la estaba perdiendo. Las decenas de mensajes que diariamente se almacenaban en mi teléfono móvil durante el ultimo año, se habían reducido a uno o dos semanales de contenido impersonal como respuesta a los innumerables que le remitía diariamente y que al parecer se perdían inexorablemente en el éter.¡Necesitaba recuperar esa complicidad!
Di una vuelta por el piso, olfateaba los rincones como un perro reconociendo su territorio. No tardé en darme cuenta de que alguien había husmeado en mi armario. Maldije entre dientes. El maldito casero había aprovechado una vez más mi ausencia para colarse en el piso.
Valentín, era el propietario del piso y vecino. Un personaje espeluznante, completamente calvo y con orejas puntiagudas que siempre me recordaba aquel Nosferatu que protagonizaba Max Shreck en los albores del cinema, y que a la menor oportunidad, con cualquier excusa entraba al piso a comprobar el estado de este y si realmente se vivía allí. Tenía autentica obsesión por la vida y hechos de sus inquilinos y por mucho que le razonasen que no podía entrar en los pisos alquilados, no lo comprendía. Para él, el piso era suyo y por mas que estuviera ocupado tenía todo el derecho a entrar en el y verificar si los inquilinos lo mantenían en buen estado y que tipo de vida llevaban. Si alguien realmente conocía el estado de mi ropa interior, lo que se ocultaba en el fondo de los armarios, o donde estaba esa pieza de ropa perdida hacía tiempo, ese era Valentín.
Me senté al pie de la cama y mientras me iba desnudando pensaba en la necesidad de romper con todo, y lo primero dejar ese piso y perder de vista a ese casero. Ya nada me retenía allí, primero se fue Mónica, mi pareja durante tantos años y ahora con la muerte de mi padre no tenía ninguna necesidad de continuar allí, podía instalarme en la casa de campo y olvidarme por fin del trajín de la ciudad.
Había convivido demasiado tiempo con las enfermedades y la muerte y necesitaba correr, respirar profundamente y sentirme vivo. Me habría gustado coger a Marta e irme con ella a trotar mundo, a enseñarle todos aquellos lugares maravillosos que yo conocía y descubrir juntos otros nuevos, pero sabía que Marta nunca me acompañaría, nunca dejaría a su marido y se lanzaría a la aventura conmigo. Lo sabía y lo aceptaba. Tenía suficiente con sentarme con ella y tener largas conversaciones y a veces, demasiadas pocas veces para mi gusto, correr en busca de algún paraje perdido para hacer frenéticamente el amor. Y ahora ni eso tenía.
Paseé desnudo por el piso y observé el color mortecino que había adquirido mi aspecto y noté ese olor a enfermedad y medicinas que se me había pegado como una segunda piel.
Sin lugar a dudas necesitaba tomarme unos días de vacaciones para recuperar mi estabilidad mental.
Me senté bajo la ducha, abrí el grifo, cerré los ojos y dejé que el agua corriera sobre mi cuerpo y arrastrara mi desasosiego hacia el sumidero
Perdí la conciencia del tiempo y solo la insistencia del timbre del teléfono me devolvió a la realidad. Pensé en Marta y una sonrisa iluminó mi rostro, pero se me heló al comprobar que la llamada no era de quien esperaba sino de mi hermano.
Por un momento creí que se interesaba por mi estado después del trance pasado, en especial por que él, con una excusa u otra, apareció por el hospital en contadas ocasiones y siempre un visto y no visto, pero me equivocaba
La llamada de mi hermano frustro mis proyectos.
Con mi hermano manteníamos una relación extraña, superficial, de encontrarnos en fiestas familiares y de conversaciones superfluas y desencuentros. Sobretodo desencuentros.
Busqué recuerdos agradables de momentos compartidos. No logré encontrarlos.